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Mi lucha con los tiburones por un pescado



La idea de que en lugar de acercarme a la costa me había estado internando en el mar

durante siete días me derrumbó la resolución de seguir luchando. Pero cuando uno se siente

al borde de la muerte se afianza el instinto de conservación. Por varias razones aquel día -

mi séptimo día- era muy distinto de los anteriores: el mar estaba calmado y oscuro; el sol

me abrasaba la piel, era tibio y sedante y una brisa tenue empujaba la balsa con suavidad y

me aliviaba un poco de las quemaduras.

También los peces eran diferentes. Desde muy temprano escoltaban la balsa. Nadaban

superficialmente. Yo los veía con claridad: peces azules, pardos y rojos. Los había de todos

los colores, de todas las formas y tamaños. Navegando junto a ellos, la balsa parecía

deslizarse sobre un acuario.

No sé si después de siete días sin comer, a la deriva en el mar, uno llega a acostumbrarse a

esa vida. Me parece que sí. La desesperación del día anterior fue sustituida por una

resignación pastosa y sin sentido. Yo estaba seguro de que todo era distinto, de que el mar y

el cielo habían dejado de ser hostiles, y de que los peces que me acompañaban en el viaje

eran peces amigos. Mis viejos conocidos de siete días.

Esa mañana no pensé en arribar a ninguna parte. Estaba seguro de que la balsa había

llegado a una región sin barcos, en la que se extraviaban hasta las gaviotas.

Pensaba, sin embargo, que después de haber estado siete días a la deriva, llegaría a

acostumbrarme al mar, a mi angustioso método de vida, sin necesidad de agudizar el

ingenio para subsistir. Después de todo había subsistido una semana contra viento y marea.

¿Por qué no podía seguir viviendo indefinidamente en una balsa? Los peces nadaban en la

superficie, el mar estaba limpio y sereno. Había tantos animales hermosos y provocativos

en torno a la embarcación que me parecía que podría agarrarlos a puñados no había ningún

tiburón a la vista. Confiadamente, metí la mano en el agua y traté de agarrar un pez

redondo, de un azul brillante, de no más de veinte centímetros. Fue como si hubiera tirado

una piedra. Todos los peces se hundieron precipitadamente. Desaparecieron en el agua,

momentáneamente revuelta. Luego, poco a poco, volvieron a la superficie.

Pensé que necesitaba un poco de astucia para pescar con la mano. Debajo del agua la mano

no tenía la misma fuerza ni la misma habilidad. Seleccionaba un pez en el montón. Trataba

de agarrarlo. Y lo agarraba, en efecto. Pero lo sentía escapar de entre mis dedos, con una

rapidez y una agilidad que me desconcertaban. Estuve así, paciente, sin apresurarme,

tratando de capturar un pez. No pensaba en el tiburón, que acaso estaba allí, en el fondo,

aguardando que yo hundiera el brazo hasta el codo para llevárselo de un mordisco certero.

Hasta un poco después de las diez estuve ocupado en la tarea de capturar el pez. Pero fue

inútil. Me mordisqueaban los dedos, primero suavemente, como cuando triscan en una

carnada. Después con más fuerza. Un pez de medio metro, liso y plateado, de afilados

dientes menudos, me desgarró la piel del pulgar. Entonces me di cuenta de que los

mordiscos de los otros peces no habían sido inofensivos. En todos los dedos tenía pequeñas

desgarraduras sangrantes.

¡Un tiburón en la balsa!

No sé sí fue mi sangre, pero un momento después había una revolución de tiburones

alrededor de la balsa. Nunca había visto tantos. Nunca los había visto dar muestras de

semejante voracidad. Saltaban como delfines, persiguiendo, devorando peces junto a la

borda. Atemorizado, me senté en el interior de la balsa y me puse a contemplar la masacre.

La cosa ocurrió tan violentamente que no me di cuenta en qué momento el tiburón saltó

fuera del agua, dio un fuerte coletazo, y la balsa, tambaleante, se hundió en la espuma

brillante. En medio del resplandor del maretazo que estalló contra la borda alcancé a ver un

relámpago metálico. Instintivamente, agarré un remo y me puse a descargar el golpe de

muerte: estaba seguro de que el tiburón se había metido en la balsa. Pero en un instante vi

la aleta enorme que sobresalía por la borda y me di cuenta de lo que había pasado.

Perseguido por el tiburón, un pez brillante y verde, como de medio metro de longitud, había

saltado dentro de la balsa.

Con todas mis fuerzas descargué el primer golpe de remo en su cabeza.

No es fácil darle muerte a un pez dentro de una balsa. A cada golpe la embarcación

tambaleaba; amenazaba con dar la vuelta de campana. El momento era tremendamente

peligroso. Necesitaba de todas mis fuerzas y de toda mi lucidez. Si descargaba los golpes

alocadamente la balsa podía voltearse. Yo habría caído en un agua revuelta de tiburones

hambrientos. Pero si no golpeaba con precisión se me escapaba la presa. Estaba entre la

vida y la muerte. O caía entre las fauces de los tiburones, o tenía cuatro libras -de pescado

fresco para saciar mi hambre de siete días.

Me apoyé firmemente en la borda y descargué el segundo golpe. Sentí la madera del remo

incrustarse en los huesos de la cabeza del pez. La balsa tambaleó. Los tiburones se

sacudieron bajo el piso. Pero yo estaba firmemente recostado a la borda. Cuando la

embarcación recobró la estabilidad el pez seguía vivo, en el centro de la balsa. En la agonía,

un pez puede saltar más alto y más lejos que nunca. Yo sabía que el tercer golpe tenía que

ser certero o perdería la presa para siempre.

De un salto quedé sentado en el piso, así tendría mayores probabilidades de, agarrarlo. Lo

habría capturado con los pies, entre las rodillas o con los dientes, sí hubiera sido necesario.

Me aseguré firmemente al piso. Tratando de no errar, convencido de que mi vida dependía

de aquel golpe, dejé caer el remo con todas mis fuerzas. El animal quedó inmóvil con el

impacto y un hilo de sangre oscura tiñó el agua de la balsa.

Yo mismo sentí el olor de la sangre. Pero lo sintieron también los tiburones. Por primera

vez en ese instante, con cuatro libras de pescado a mí disposición, sentí un incontenible

terror: enloquecidos por el olor de la sangre los tiburones se lanzaban con todas sus fuerzas

contra el piso. La balsa tambaleaba. Yo sabía que de un momento a otro podía dar la vuelta

de campana. Sería cosa de un segundo. En menos de lo que dura un relámpago yo habría

sido despedazado por las tres hileras de dientes de acero que tiene un tiburón en cada

mandíbula.

Sin embargo, el apremio del hambre era entonces superior a todo. Apreté el pescado entre

las piernas y me apliqué, tambaleando, a la difícil tarea de equilibrar la balsa cada vez que

sufría una nueva arremetida de las fieras. Aquello duró varios minutos. Cada vez que la

embarcación se estabilizaba, yo echaba por la borda el agua sanguinolenta. Poco a poco la

superficie quedó limpia y las fieras se aplacaron. Pero debía cuidarme: una pavorosa aleta

de tiburón la más grande aleta de tiburón o de animal alguno que haya visto en mi vida-

sobresalía más de un metro por encima de la borda. Nadaba apaciblemente, pero yo sabía

que si percibía de nuevo el olor de la sangre habría dado una sacudida que hubiera volteado

la balsa. Con grandes precauciones me dispuse a despresar mi pescado.

Un animal de medio metro está protegido por una dura costra de escamas. Cuando uno trata

de arrancarlas siente que están adheridas a la carne, como láminas de acero. Yo no disponía

de ningún instrumento cortante. Traté de quitarle las escamas con las llaves, pero ni

siquiera conseguí desajustarlas. Mientras tanto, me di cuenta de que nunca había visto un

pez como aquel: era de un verde intenso, sólidamente escamado. Desde niño he relacionado

el color verde con los venenos. Es increíble, pero a pesar de que el estómago me palpitaba

dolorosamente con la simple perspectiva de un bocado de pescado fresco, tuve un momento

de vacilación ante la idea de que aquel extraño animal fuera un animal venenoso.

Mi pobre cuerpo

Sin embargo, el hambre es soportable cuando no se tienen esperanzas de encontrar

alimentos. Nunca había sido tan implacable como en aquel momento en que yo, sentado en

el fondo de la balsa, trataba de romper la carne verde y brillante con las llaves.

Al cabo de pocos minutos comprendí que necesitaba proceder con más violencia si en

realidad quería comerme mi. presa. Me puse en pie, le pisé fuertemente la cola y le meti el

cabo de uno de los remos en las agallas, Tenía una caparazón gruesa y resistente.

Barrenando con el cabo del remo logré por fin destrozarle las agallas. Me di cuenta de que

todavía no estaba muerto. Le descargué otro golpe en la cabeza. Luego traté de arrancarle

las duras láminas protectoras de las agallas y en ese momento no supe si la sangre que

corría por mis dedos era mía o del pescado. Yo tenía las manos heridas y en carne viva los

extremos de los dedos.

La sangre volvió a revolver el hambre de los tiburones. Cuesta trabajo creer que en aquel

momento, sintiendo en torno de mí la furia de las bestias hambrientas, sintiendo

repugnancia por la carne ensangrentada, estuve a punto de echar el pescado a los tiburones,

como lo hice con la gaviota. Me sentía desesperado, impotente ante aquel cuerpo sólido,

impenetrable.

Lo exploré minuciosamente, buscando sus partes blandas. Al fin encontré un resquicio

debajo de las agallas; con el dedo empecé a sacarle las tripas. Las vísceras de un pez son

blandas e inconsistentes. Se dice que si a un tiburón se le da un fuerte tirón en la cola, el

estómago y los intestinos salen despedidos por la boca. En Cartagena he visto tiburones

colgados de la cola, con una enorme, oscura y viscosa masa de vísceras pendiente de la

mandíbula.

Por fortuna, las vísceras de mi pescado eran tan blandas como las de los tiburones. En un

momento las saqué con el dedo. Era una hembra: entre las vísceras había un sartal de

huevos. Cuando estuvo completamente destripado le di el primer mordisco. No pude

penetrar la corteza de escamas. Pero a la segunda tentativa, con renovadas fuerzas, mordía

desesperadamente, hasta cuando me dolieron las mandíbulas. Entonces logré arrancar el

primer bocado y empecé a masticar la carne fría y dura.

Masticaba con asco. Siempre me ha repugnado el olor a pescado crudo. Pero el sabor es

todavía más repugnante: tiene un remoto sabor a chontaduro crudo, pero más desabrido y

viscoso. Nadie se ha comido nunca un pescado vivo. Pero cuando masticaba el primer

alimento que llegaba a mi boca en siete días, tuve por primera vez en mi vida la repugnante

certidumbre de que me estaba comiendo un pescado vivo.

El primer pedazo me produjo alivio inmediato. Di un nuevo mordisco y volví a masticar.

Un momento antes había pensado que era capaz de comerme un tiburón entero. Pero al

segundo bocado me sentí lleno. Mi terrible hambre de siete días se aplacó en un instante.

Volví a sentirme fuerte, como el primer día.

Ahora sé que el pescado crudo calma la sed. Antes no lo sabía, pero observé que el pescado

no sólo me había aplacado el hambre sino también la sed. Estaba satisfecho y optimista.

Aún me quedaba alimento para mucho tiempo, puesto que apenas había dado dos

mordiscos en un animal de medio metro.

Decidí envolverlo en la camisa y dejarlo en el fondo de la balsa, para que se mantuviera

fresco. Pero antes había que lavarlo. Distraídamente, lo agarré por la cola y lo sumergí una

vez por fuera de la borda. Pero la sangre estaba coagulada entre las escamas. Habla que

estregarlo. Ingenuamente volví a sumergirlo. Y entonces fue cuando sentí la embestida y el

violento tabletazo de las mandíbulas del tiburón. Apreté la cola del pescado con todas mis

fuerzas.. El tirón de la fiera me hizo perder el equilibrio. Me di un golpe contra la borda,

pero seguí agarrando a mi alimento. Lo defendí como una fiera. No pensé en esa fracción

de segundo que un nuevo mordisco del tiburón podía arrancarme el brazo desde el hombro.

Volví a tirar con todas mis fuerzas, pero ya no había nada en mis manos. El tiburón se había

llevado mí presa. Enfurecido, loco de desesperación y de rabia agarré entonces un remo y

descargué un golpe tremendo en la cabeza del tiburón, cuando volvió a pasar junto a la

borda. La fiera dio un salto. Se volvió furiosamente y de un solo mordisco, seco y violento,

despedazó y se tragó la mitad del remo.

IX


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