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Los invitados de la muerte



Cuando un buque zarpa se le da la orden: "Servicio personal a sus puestos de buque". Cada

uno permanece en su puesto hasta cuando la nave sale del puerto. Silencioso en mi puesto,

frente a la torre de los torpedos, yo veía perderse en la niebla las luces de Mobile, pero no

pensaba en Mary. Pensaba en el mar. Sabía que al día siguiente estaríamos en el golfo de

México y que por esta época del año es una ruta peligrosa. Hasta el amanecer no vi al

teniente de fragata Jaime Martínez Diago, segundo oficial de operaciones, que fue el único

oficial muerto en la catástrofe. Era un hombre alto, fornido y silencioso, a quien vi en muy

pocas ocasiones. Sabía que era natural del Tolíma y una excelente persona.

En cambio, esa madrugada vi al suboficial primero Julio Amador Caraballo, segundo

contramaestre, alto y bien plantado, que pasó junto a mí, contempló por un instante las

últimas luces de Mobile y se dirigió a su puesto. Creo que fue la última vez que lo vi en el

buque.

Ninguno de los tripulantes del "Caldas" manifestaba su alegría del regreso más

estrepitosamente que el suboficial Elías Sabogal, jefe de maquinistas. Era un lobo de mar.

Pequeño, de piel curtida, robusto y conversador. Tenía alrededor de 40 años y creo que la

mayoría de ellos los pasó conversando.

El suboficial Sabogal tenía motivos para estar más contento que nadie. En Cartagena lo

esperaban su esposa y sus seis hijos. Pero sólo conocía cinco: el menor había nacido

mientras nos encontrábamos en Mobile.

Hasta el amanecer el viaje fue perfectamente tranquilo. En una hora me había

acostumbrado nuevamente a la navegación. Las luces de Mobile se perdían en la distancia

entre la niebla de un día tranquilo y por el oriente se veía el sol, que empezaba a levantarse.

Ahora no me sentía inquieto, sino fatigado. No había dormido en toda la noche. Tenía sed.

Y un mal recuerdo del whisky.

A las seis de la mañana salimos del puerto.

Entonces se dio la orden: "Servicio personal, retirarse. Guardias de mar, a sus puestos"

Tan pronto como oí la orden me dirigí al dormitorio. Debajo de mi litera, sentado, estaba

Luis Rengífo, frotándose los ojitos para acabar de despertar.

-¿Por dónde vamos? -me preguntó Luis Rengifo.

Le dije que acabábamos de salir del puerto. Luego subí a mi litera y traté de dormir.

Luis Rengifo era un marino completo. Había nacido en Chocó, lejos del mar, pero llevaba

el mar en la sangre. Cuando el "Caldas" entró en reparación en Mobile, Luis Rengifo no

formaba parte de su tripulación. Se encontraba en Washington, haciendo un curso de

armería. Era serio, estudioso y hablaba el inglés tan correctamente como el castellano.

El 15 de marzo se graduó de ingeniero civil en Washington. Allí se casó, con una dama

dominicana, en 1952. Cuando el destructor "Caldas" fue reparado, Luis Rengifo viajó de

Washington y fue incorporado a la tripulación. Me había dicho, pocos días antes de salir de

Mobile, que lo primero que haría al llegar a Colombia sería adelantar las gestiones para

trasladar a su esposa a Cartagena.

Como tenía tanto tiempo de no viajar, yo estaba seguro de que Luis Rengífo sufriría de

mareos. Esa primera madrugada de nuestro viaje, mientras se vestía, me preguntó:

-¿Todavía no te has mareado?

Le respondí que no. Rengifo dijo, entonces:

-Dentro de dos o tres horas te veré con la lengua afuera.

-Así te veré yo a ti -le dije. Y él respondió:

-El- día que yo me maree, ese día se marea el mar.

Acostado en mi litera, tratando de conciliar el sueño, yo volví a acordarme de la tempestad.

Renacieron mis temores de la noche anterior. Otra vez preocupado, me volví hacía donde

Luis Rengifo acababa de vestirse y le dije:

-Ten cuidado. No vaya y sea que la lengua te castigue.

II

Mis últimos minutos a bordo del "barco lobo"

"Ya estamos en el golfo", me dijo uno de mis compañeros cuando me levanté a almorzar, el

26 de febrero. El día anterior había sentido un poco de temor por el tiempo del golfo de

México. Pero el destructor, a pesar de que se movía un poco, se deslizaba con suavidad.

Pensé con alegría que mis temores habían sido infundados y salí a cubierta. La silueta de la

costa se había borrado. Sólo el mar verde y el cielo azul se extendían en torno a nosotros.

Sin embargo, en la media cubierta, el cabo Miguel Ortega estaba sentado, pálido y

desencajado. luchando con el mareo. Eso había empezado desde antes. Desde cuando

todavía no hablan desaparecido las luces de Mobíle, y durante las últimas veinticuatro

horas, el cabo Miguel Ortega no había podido mantenerse en pie, a pesar de que no era un

novato en el mar.

Miguel Ortega había estado en Corea, en la fragata "Almirante Padilla". Había viajado

mucho y estaba familiarizado con el mar. Sin embargo, a pesar de que el golfo estaba

tranquilo, fue preciso ayudarlo a moverse para que pudiera prestar la guardia. Parecía un

agonizante. No toleraba ninguna clase de alimentos y sus compañeros de guardia lo

sentábamos en la popa o en la media cubierta, hasta cuando se recibía la orden de

trasladarlo al dormitorio. Entonces se tendía boca abajo en su litera, con la cabeza hacia

afuera, esperando la vomitona.

Creo que fue Ramón Herrera quien me dijo, el 26 en la noche que la cosa se pondría dura

en el Caribe. De acuerdo con nuestros cálculos, saldríamos del golfo de México después de

la media noche. En mi puesto de guardia, frente a la torre de los torpedos, yo pensaba con

optimismo en nuestra llegada a Cartagena. La noche era clara, y el cielo, alto y redondo,

estaba lleno de estrellas. Desde cuando ingresé en la marina. me aficioné a identificar las

estrellas. Desde esa noche me di gusto, mientras el A. R. C. "Caldas" avanzaba

serenamente hacia el Caribe.

Creo que un viejo marinero que haya viajado por todo el inundo, puede saber en qué mar

se encuentra por la manera de moverse el barco. La experiencia en ese mar donde hice mis

primeras armas, me indicó que estábamos en el Caribe. Miré el reloj. Eran las doce y treinta

minutos de la noche. Las doce y treinta y uno de la madrugada del 27 de febrero. Aunque el

buque no se hubiera movido tanto, yo hubiera sabido que estábamos en el Caribe. Pero se

movía. Yo, que nunca he sentido mareos, empecé a sentirme intranquilo. Sentí un extrafio

presentimiento. Y sin saber por qué, me acordé entonces del cabo Miguel Ortega, que

estaba allá abajo, en su litera, echando el estómago por la boca.

A las seis de la mañana el destructor se movía como un cascarón. Luis Rengifo estaba

despierto, una litera debajo de la mía.

-Gordo -me dijo-. ¿Todavía no te has mareado?

Le dije que no. Pero le manifesté mis temores. Rengifo, que, como he dicho, era ingeniero,

muy estudioso y buen marino, me hizo entonces una exposición de los motivos por los

cuales no había el menor peligro de que al "Caldas" le ocurriera un accidente en el Caribe.

"Es un barco lobo", me dijo. Y me recordó que durante la guerra, en esas mismas aguas, el

destructor colombiano había hundido un submarino alemán.

"Es un buque seguro", decía Luis Rengífo. Y yo, acostado en mi litera, sin poder dormir a

causa de los movimientos de la nave, me sentía seguro con sus palabras. Pero el viento era

cada vez más fuerte a babor, y yo me imaginaba cómo estaría el---Caldas" en medio de

aquel tremendo oleaje. En ese momento me acordé de "El Motín del Caine".

A pesar de que el tiempo no varió durante todo el día, la navegación era normal. Cuando

prestaba la guardia me puse a hacer proyectos para cuando llegara a Cartagena. Le

escribiría a Mary. Pensaba escribirle dos veces por semana, pues nunca he sido perezoso

para escribir. Desde cuando ingresé en la marina, le he escrito todas las semanas a mi

familia de Bogotá. Les he escrito a mis amigos del barrio Olaya cartas frecuentes y largas.

De manera que le escribiría a Mary, pensé, y saqué en horas la cuenta del tiempo que nos

faltaba para llegar a Cartagena: nos faltaban exactamente 24 horas. Aquella era mi

penúltima guardia.

Ramón Herrera me ayudó a arrastrar al cabo Miguel Ortega hacia su litera. Estaba cada vez

peor. Desde cuando salimos de Mobile, tres días antes, no había probado alimentos. Casi no

podía hablar y tenía el rostro verde y descompuesto.

Empieza el baile

El baile empezó a las diez de la noche. Durante todo el día el "Caldas" se había movido,

pero no tanto como en esa noche del 27 de febrero en que yo, desvelado en mi litera,

pensaba con pavor en la gente que estaba de guardia en cubierta. Yo sabía que ninguno de

los marineros que estaban allí, en sus literas, había podido conciliar el sueño. Un poco antes

de las doce le dije a Luis Rengifo, mi vecino de abajo:

-¿Todavía no te has mareado?

Como lo había supuesto, Luis Rengifo tampoco podía dormir. Pero a pesar dél movimiento

del barco, no había perdido el buen humor. Dijo:

-Ya te dije que el día que yo me maree, ese día se marea el mar.

Era una frase que repetía con frecuencia. Pero esa noche casi no tuvo tiempo de terminarla.

He dicho que sentía inquietud. He dicho que sentía algo muy parecido al miedo. Pero no me

cabe la menor duda de lo que sentí a la media noche del 27, cuando a través de los

altoparlantes se dio una orden general:

"Todo el personal pasarse al lado de babor".. Yo sabía lo que significaba esa orden. El

barco estaba escorando peligrosamente a estribor y se trataba de equilibrarlo con nuestro

peso. Por primera vez, en dos años de navegación, tuve un verdadero miedo de¡ mar. El

viento silbaba, allá arriba, donde el personal de cubierta debía estar empapado y tiritando.

Tan pronto como oí la orden salté de la tarima. Con mucha calma, Luis Rengifo se puso en

pie y se fue a una de las tarimas de babor, que estaban desocupadas, porque pertenecían al

personal de guardia. Agarrándome a las otras literas, traté de caminar, pero en ese instante

me acordé de Miguel Ortega.

No podía moverse. Cuando oyó la orden había tratado de levantarse, pero había caído

nuevamente en su litera, vencido por el mareo y el agotamiento. Lo ayudé a incorporarse y

lo coloqué en su litera de babor. Con la voz apagada me dijo que se sentía muy mal.

-Vamos a conseguir que no hagas la guardia -le dije.

Puede parecer un mal chiste, -pero si Miguel Ortega se hubiera quedado en su litera, ahora

no estaría muerto.

Sin haber dormido un minuto, a las 4 de la madrugada del 28 nos reunimos en popa seis de

la guardia disponible. Entre ellos Ramón Herrera, mi compañero de todos los días. El

suboficial de guardia era Guillermo Rozo. Aquella fue mí última misión a bordo. Sabía que

a las 2 de la tarde estaríamos en Cartagena. Pensaba dormir tan pronto como entregara la

guardia, para poder divertirme esa noche en tierra firme, después de ocho meses de

ausencia. A las 5.30 de la madrugada fui a pasar revista a los bajos fondos acompañado por

un grumete. A las 7 relevamos los puestos de servicio efectivo para desayunar. A las 8

volvieron a relevarnos. Exactamente a esa hora entregué mi última guardia, sin novedad, a

pesar de que la brisa arreciaba y de que las olas, cada vez más altas, reventaban en el puente

y bañaban la cubierta.

En popa estaba Ramón Herrera. Allí estaba también, como salvavidas de guardia, Luis

Rengifo, con los auriculares puestos. En la media cubierta, recostado, agonizando con su

eterno mareo, estaba el cabo Miguel Ortega. En ese lugar se sentía menos el movimiento.

Conversé un momento con el marinero segundo Eduardo Castillo, almacenista, soltero,

bogotano y muy reservado. No recuerdo de qué hablábamos. Sólo sé que desde ese instante

no volvimos a vernos, hasta cuando se hundió en el mar, pocas horas después.

Ramón Herrera estaba recogiendo unos cartones para cubrirse con ellos y tratar de dormir.

Con el movimiento era imposible descansar en los dormitorios. Las olas, cada vez más

fuertes y altas, estallaban en la cubierta. Entre las neveras, las lavadoras y las estufas,

fuertemente aseguradas en la popa, Ramón Herrera y yo nos acostamos, bien ajustados,

para evitar que nos arrastrara una ola. Tendido boca arriba yo contemplaba el cielo. Me

sentía más tranquilo, acostado, con la seguridad de que dentro de pocas horas estaríamos en

la bahía de Cartagena. No había tempestad; el día estaba perfectamente claro, la visibilidad

era completa y el cielo estaba profundamente azul. Ahora ni siquiera me apretaban las

botas, pues me las había cambiado por unos zapatos de caucho después de que entregué la

guardia.

Un minuto de silencio

Luis Rengífo me preguntó la hora. Eran las once y media. Desde hacía una hora el buque

empezó a escorar, a inclinarse peligrosamente a estribor. A través de los altavoces se repitió

la orden de la noche anterior: "Todo el personal ponerse al lado de babor", Ramón Herrera

y yo no nos movimos, porque estábamos de ese lado.

Pensé en el cabo Miguel Ortega, a quien un momento antes había visto a estribor, pero casi

en el mismo instante lo vi pasar tambaleando. Se tumbó a babor, agonizando con su mareo.

En ese instante el buque se inclinó pavorosamente; se fue. Aguanté la respiración. Una ola

enorme reventó sobre nosotros y quedamos empapados, como si acabáramos de salir del

mar. Con mucha lentitud, trabajosamente, el destructor recobró su posición normal. En la

guardia, Luis Rengifo estaba lívido. Dijo, nerviosamente:

-¡Qué vaina! Este buque se está yendo y no quiere volver.

Era la primera vez que veía nervioso a Luis Rengifo. Junto a mí, Ramón Herrera, pensativo,

enteramente mojado, permanecía silencioso. Hubo un instante de silencio total. Luego,

Ramón Herrera dijo:

-A la hora que manden cortar cabos para que la carga se vaya al agua, yo soy el primero en

cortar.

Eran las once y cincuenta minutos.

Yo también pensaba que de un momento a otro ordenarían cortar las amarras de la carga.

Es lo que se llama "zafarrancho de aligeramiento". Radios, neveras y estufas habrían caído

al agua tan pronto como hubieran dado la orden. Pensé que en ese caso tendría que bajar al

dormitorio, pues en la popa estábamos seguros porque habíamos logrado asegurarnos entre

las neveras y las estufas. Sin ellas nos habría arrastrado la ola.

El buque seguía defendiéndose del oleaje, pero cada vez escoraba más. Ramón Herrera

rodó una carpa y se cubrió con ella. Una nueva ola, más grande que la anterior, volvió a

reventar sobre nosotros, que ya estábamos protegidos por la carpa. Me sujeté la cabeza con

las manos, mientras pasaba la ola, y medio minuto después carraspearon los altavoces.

"Van a dar la orden de cortar la carga", pensé. Pero la orden fue otra, dada con una voz

segura y reposada: "-Personal que transita en cubierta, usar salvavidas".

Calmadamente, Luis Rengifo sostuvo con una mano los auriculares y se puso el salvavidas

con la otra. Como después de cada ola grande, yo sentía primero un gran vacío y después

un profundo silencio. Vi a Luis Rengifo que, con el salvavidas puesto, volvió a colocarse

los auriculares. Entonces cerré los ojos y oí perfectamente el tic-tac de mi reloj.

Escuché el reloj durante un minuto, aproximadamente. Ramón Herrera no se movía.

Calculé que debla faltar un cuarto para las doce. Dos horas para llegar a Cartagena. El

buque pareció suspendido en el aire un segundo. Saqué la mano para mirar la hora, pero en

ese instante no vi el brazo, ni la mano, ni el reloj. No vi la ola. Sentí que la nave se iba del

todo y que la carga en que me apoyaba se estaba rodando. Me puse en pie, en una fracción

de segundo, y el agua me llegaba al cuello. Con los ojos desorbitados, verde y silencioso, vi

a Luis Rengifo que trataba de sobresalir, sosteniendo los auriculares en alto. Entonces el

agua me cubrió por completo y empecé a nadar hacia arriba.

Tratando de salir a flote, nadé hacía arriba por espacio de uno, dos, tres segundos. Seguí

nadando hacia arriba. Me faltaba aire. Me asfixiaba. Traté de amarrarme a la carga, pero ya

la carga no estaba allí. Ya no había nada alrededor. Cuando salí a flote no vi en torno mío

nada distinto del mar. Un segundo después, como a cien metros de distancia, el buque

surgió de entre las olas, chorreando agua por todos lados, como un submarino. Sólo

entonces me di cuenta de que había caído al agua.

III

Viendo, ahogarse a cuatro de mis compañeros

Mí primera impresión fue la de estar absolutamente solo en la mitad del mar.

Sosteniéndome a flote vi que otra ola reventaba contra. el destructor, y que éste, como a

200 metros del lugar en que me encontraba, se precipitaba en un abismo y desaparecía de

mi vista. Pensé que se había hundido. Y un momento después, confirmando mi

pensamiento, surgieron en torno a mí numerosas cajas de la mercancía con que el destructor

habla sido cargado en Mobile. Me sostuve a flote entre cajas de ropa, radios, neveras y toda

clase de utensilios domésticos que saltaban confusamente, batidos por las olas. No tuve en

ese instante ninguna idea precisa de lo que estaba sucediendo. Un poco atolondrado, me

aferré a una. de las cajas flotantes y estúpidamente me puse a contemplar el mar.

El día era de una claridad perfecta. Salvo el fuerte oleaje producido por la brisa y la

mercancía dispersa en la superficie, no había nada en ese lugar que pareciera un naufragio.

De pronto comencé a oír gritos cercanos. A través del cortante silbido del viento reconocí

perfectamente la voz de Julio Amador Caraballo, el alto y bien plantado segundo

contramaestre, que le gritaba a alguien:

-Agárrese de ahí, por debajo del salvavidas.

Fue como si en ese instante hubiera despertado de un profundo sueño de un minuto. Me di

cuenta de que no estaba solo en el mar. Allí, a pocos metros de distancia, mis compañeros

se gritaban unos a otros, manteniéndose a flote. Rápidamente comencé a pensar. No podía

nadar hacia ningún lado. Sabía que estábamos a casi 200 millas de Cartagena, pero tenía

confundido el sentido de la orientación. Sin embargo, todavía no sentía miedo. Por un

momento pensé que podría estar aferrado a la caja indefinidamente, hasta cuando vinieran

en nuestro auxilio. Me tranquilizaba saber que alrededor de mí otros marinos se

encontraban en iguales circunstancias. Entonces fue cuando vi la balsa.

Eran dos, aparejadas, como a siete metros de distancia la una de la otra. Aparecieron

inesperadamente en la cresta de una ola, del lado donde gritaban mis compañeros. Me

pareció extraño que ninguno de ellos hubiera podido alcanzarlas. En un segundo, una de las

balsas desaparecía de mi vista. Vacilé entre correr el riesgo de nadar hacia' la otra o

permanecer seguro, agarrado a la caja. Pero antes de que hubiera tenido tiempo de tomar

una determinación, me encontré nadando hacia la última balsa visible, cada vez más lejana.

Nadé por espacio de tres minutos. Por un instante dejé de ver la balsa, pero procuré no

perder la dirección. Bruscamente, un golpe de la, ola la puso al lado mío, blanca, enorme y

vacía. Me agarré con fuerza al enjaretado y traté de saltar al interior. Sólo lo logré a la

tercera tentativa. Ya dentro de la balsa, jadeante, azotado por la brisa, implacable y helada,

me incorporé trabajosamente. Entonces vi a tres de mis compañeros al rededor de la balsa,

tratando de alcanzarla.

Los reconocí al instante. Eduardo Castillo, el almacenista, se agarraba fuertemente al cuello

de Julio Amador Caraballo. Este, que estaba de guardia efectiva cuando ocurrió el

accidente, tenía puesto el salvavidas. Gritaba: "Agarrase duro, Castillo". Flotaban entre la

mercancía dispersa, como a diez metros de distancia.

Del otro lado estaba Luis Rengifo. Pocos minutos antes lo había visto en el destructor,

tratando de sobresalir con los auriculares levantados en la mano derecha. Con su serenidad

habitual, con esa confianza de buen marinero con que decía que antes que él se marearía el

mar, se había quitado la camisa para nadar mejor, pero había perdido el salvavidas. Aunque

no lo hubiera visto, lo habría reconocido por su grito:

-Gordo, rema para este lado.

Rápidamente agarré los remos y traté de acercarme a ellos. Julio Amador, con Eduardo

Castillo fuertemente colgado del cuello, se aproximaba a la balsa. Mucho más allá, pequeño

y desolado, vi al cuarto de mis compañeros: Ramón Herrera, que me hacía señas con la

mano, agarrado a una caja.

¡Sólo tres metros!

Si hubiera tenido que decidirlo, no habría sabido por cuál de mis compañeros empezar.

Pero cuando vi a Ramón Herrera, el de la bronca en Mobile, el alegre muchacho de Arjona

que pocos minutos antes estaba conmigo en la popa, empecé a remar con desesperación.

Pero la balsa tenía casi 2 metros de largo. Era muy pesada en aquel mar encabritado y yo

tenía que remar contra la brisa. Creo que no logré hacerla avanzar un metro. Desesperado,

miré otra vez alrededor y ya Ramón Herrera había desaparecido de la superficie. Sólo Luis

Rengifo nadaba con seguridad hasta la balsa. Yo estaba seguro de que la alcanzaría. Lo

había oído roncar como un trombón, debajo de mi tarima, y estaba convencido de que su

serenidad era más fuerte que el mar.

En cambio, Julio Amador luchaba con Eduardo Castillo para que no se soltara de su cuello.

Estaban a menos de tres metros.

Pensé que si se acercaban un poco más podría tenderles un remo para que se agarrasen.

Pero en ese instante una ola gigantesca suspendió la balsa en el aire y vi, desde la cresta

enorme, el mástil del destructor, que se alejaba. Cuando volví a descender, Julio Amador

había desaparecido, con Eduardo Castillo agarrado al cuello. Solo, a dos metros de

distancia, Luis Rengifo seguía nadando serenamente hacia la balsa.

No sé por qué hice esa cosa absurda: sabiendo que no podía avanzar, metí el remo en el

agua, como tratando de evitar que la balsa se moviera, como tratando de clavarla en su

sitio. Luis Rengifo, fatigado, se detuvo un instante, levantó la mano como cuando sostenía

en ella los auriculares, y me gritó otra vez:

-¡Rema para acá, gordo!

La brisa venía en la misma dirección. Le grité que no podía remar contra la brisa, que

hiciera un último esfuerzo, pero tuve la sensación de que no me oyó. Las cajas de

mercancías habían desaparecido y la balsa bailaba de un lado a otro, batida por las olas. En

un instante estuve a más de cinco metros de Luis Rengífo, y lo perdí de vista. Pero apareció

por otro lado, todavía sin desesperarse, hundiéndose contra las olas para evitar que lo

alejaran. Yo estaba de pie, ahora con el remo en alto, esperando que Luis Rengifo se

acercara lo suficiente como para que pudiera alcanzarlo. Pero entonces noté que se fatigaba,

se desesperaba. Volvió a gritarme, hundiéndose ya:

-¡Gordo... Gordo...

Traté de remar., pero seguía siendo inútil, como la primera vez. Hice un último esfuerzo

para que Luis Rengifo alcanzara el remo, pero la mano levantada, la que pocos -Minutos

antes había tratado de evitar que se hundieran los auriculares, se hundió en ese momento

para siempre, a menos de dos metros del remo...

No sé cuánto tiempo estuve así, parado, haciendo equilibrio en la balsa, con el rerno

levantado. Examinaba el agua. Esperaba que de un -momento a otro surgiera alguien en la

superficie. Pero el mar estaba limpio y el viento, cada vez más fuerte, golpeaba contra mi

camisa con un aullido de perro. La mercancía había desaparecido. El mástil, cada vez más

distante, me indicó que el destructor no se había hundido, como lo creí al principio. Me

sentí tranquilo: pensé que dentro de un momento vendrían a buscarme. Pensé que alguno de

mis compañeros había logrado alcanzar la otra balsa. No había razón para que no lo

hubíeran logrado. No eran balsas dotadas, porque la verdad es que ninguna de las balsas del

destructor estaba dotada. Pero había seis en total, aparte de los botes y balleneras. Pensaba

que era enteramente normal que algunos. de mis compañeros hubieran alcanzado las otras

balsas, como alcancé yo la mía, y que acaso el destructor nos estuviera buscando.

De pronto me di, cuenta del sol. Un sol caliente y metálico, del puro mediodía. Atontado,

todavía sin recobrarme por completo, miré el reloj. Eran las doce clavadas.

Solo

La última vez que Luis Rengífo me preguntó la hora, en el destructor, eran las once y

media. Vi nuevamente la hora a las once y cincuenta, y todavía no había ocurrido la

catástrofe. Cuando miré el reloj en la balsa, eran las doce en punto. Me pareció que hacía

mucho tiempo que todo había ocurrido, pero en realidad sólo habían transcurrido diez

minutos desde el instante en que vi por última vez el reloj, en la popa del destructor, y el

instante en que alcancé la balsa, y traté de salvar a mis compañeros, y me quedé allí,

inmóvil, de pie en la balsa, viendo el mar vacío, oyendo el cortante aullido del viento y

pensando que' transcurrirían por lo menos dos o tres horas antes de que vinieran a

rescatarme.

"Dos o tres horas", calculé. Me pareció un tiempo desproporcionadamente largo para estar

solo en el mar. Pero traté de resignarme. No tenía alimentos ni agua y pensaba que antes de

las tres de la tarde la sed sería abrasadora. El sol. me ardía en la cabeza, me empezaba a

quemar la piel, seca y endurecida por la sal. Como en la caída había perdido la gorra, volví

a mojarme la cabeza y me senté al borde de la balsa, mientras venían a rescatarme.

Sólo entonces sentí el dolor en la rodilla derecha. Mi grueso pantalón de dril azul estaba

mojado, de manera que me costó trabajo enrollarlo hasta más- arriba de la rodilla. Pero

cuando lo logré me sentí sobresaltado: tenía una* herida honda, en forma de medialuna, en

la parte inferior de la rodilla. No sé sí tropecé con el borde del barco. No sé si me hice la

herida al caer al agua. Sólo sé que no me di cuenta de ella sino cuando ya estaba sentado en

la balsa, y que a pesar de que me ardía un poco, había dejado de sangrar y estaba

perfectamente seca, me imagino que a causa de la sal marina. Sin saber en qué pensar, me

puse a hacer un inventario de mis cosas. Quería saber con qué contaba en la soledad del

mar. En primer término, contaba con mi reloj, que funcionaba a precisión y que no podía

dejar de mirar a cada dos, tres minutos. Tenía, además de mi anillo de oro, comprado en

Cartagena el año pasado, mi cadena con la medalla de la Virgen del Carmen, también

comprada en Cartagena a otro marino por treinta y cinco pesos. En los bolsillos no tenía

más que las llaves de mi armario del destructor, y tres tarjetas que me dieron en un almacén

de Mobile, un día del mes de enero en que fui de compras con Mary Address. Como no

tenía nada que hacer, me puse a leer las tarjetas para distraerme mientras me rescataban. No

sé por qué me pareció que eran como un mensaje en clave que los náufragos echan al mar

dentro de una botella. Y creo que si en ese instante hubiera tenido una botella, hubiera

metido dentro una de las tarjetas, jugando al náufrago, para tener esa noche algo divertido

que contarles a mis amigos en Cartagena.

IV

Mi primera noche solo en el Caríbe

A las cuatro de la tarde se calmó la brisa. Corno no veía nada más que agua y cielo, como

no tenía puntos de referencia, transcurrieron mas de dos horas antes de que me diera cuenta

de que la balsa estaba avanzando. Pero en realidad, desde el momento en que me encontré

dentro de ella, empezó a moverse en línea recta, empujada por la brisa, a una velocidad

mayor de la que yo habría podido imprimirle con los remos. Sin embargo, no tenía la menor

idea sobre mi dirección ni posición. No sabia sí la balsa avanzaba hacia la costa o hacia el

interior del Caribe. Esto último me parecía lo más probable, pues siempre habla

considerado imposible que el mar arrojara a la tierra alguna cosa que hubiera penetrado 200

millas, y menos sí esa cosa era algo tan pesado como un hombre en una balsa.

Durante mis primeras dos horas seguí mentalmente, minuto a minuto, el viaje del

destructor. Pensé que si habían telegrafiado a Cartagena, habían dado la posición exacta del

lugar en que ocurrió el accidente, y que desde ese momento habían enviado aviones y

helicópteros a rescatarnos. Hice mis cálculos: antes de una hora los aviones estarían allí,

dando vueltas sobre mi cabeza.

A la una de la tarde me senté en la balsa a escrutar el horizonte. Solté los tres remos y los

puse en el interior, listo a remar en la dirección en que aparecieran los aviones. Los minutos

eran largos e intensos. El sol me abrasaba el rostro y las espaldas y los labios me ardían,

cuarteados por la sal. Pero en ese momento no sentía sed ni hambre. La única necesidad que

sentía era la de que aparecieran los aviones. Ya tenía mi plan: cuando los viera aparecer

trataría de remar hacia ellos, luego, cuando estuvieran sobre mí, me pondría de pie en la

balsa y les haría señales con la camisa. Para estar preparado, para no perder un minuto, me

desabotoné la camisa y seguí sentado en la borda, escrutando el horizonte por todos lados,

pues no tenía la menor idea de la dirección en que aparecerían los aviones.

Así llegaron las dos. La brisa seguía aullando, y por encima del aullido de la brisa yo seguía

oyendo la voz de Luis Rengifo: "Gordo, rema para este lado". La oía con perfecta claridad,

como si estuviera allí, a dos metros de distancia, tratando de alcanzar el remo. Pero yo sabía

que cuando el viento aúlla en el mar, cuando las olas se rompen contra los acantilados, uno

sigue oyendo las voces que recuerda. Y las sigue oyendo con enloquecedora persistencia:

"Gordo, rema para este lado".

A las tres empecé a desesperarme. Sabía que a esa hora el destructor estaba en los muelles

de Cartagena. Mis compañeros, felices por el regreso, se dispersarían dentro de pocos

momentos por la ciudad. Tuve la sensación de que todos estaban pensando en mí, y esa idea

me infundió ánimo y paciencia para esperar hasta las cuatro. Aunque no hubieran

telegrafiado, aunque no se hubieran dado cuenta de que caímos al agua, lo habrían

advertido en el momento de atracar, cuando toda la tripulación debía de estar en cubierta.

Eso pudo ser a las tres, a más tardar; inmediatamente habrían dado el aviso. Por mucho que

hubieran demorado los aviones en despegar, antes de medía hora estarían volando hacía el

lugar del accidente. Así que a las cuatro -a más tardar a las cuatro y medía- estarían volando

sobre mi cabeza. Seguí escrutando el horizonte, hasta cuando cesó la brisa y me sentí

envuelto en un inmenso y sordo rumor. Sólo entonces dejé de oír el grito de Luis Rengifo.

La gran noche

Al principio me pareció que era imposible permanecer tres horas solo en el mar. Pero a las

cinco, cuando ya habían transcurrido cinco horas, me pareció que aún podía esperar una

hora más. El sol estaba descendiendo. Se puso rojo y grande en el ocaso, y entonces

empecé a orientarme. Ahora sabía por donde aparecerían los aviones: puse el sol a mi

izquierda y miré en línea recta, sin moverme, sin desviar la vista un solo instante, sin

atreverme a pestañar, en la dirección en que debía de estar Cartagena, según mi orientación.

A las seis me dolían los ojos. Pero seguía mirando. Incluso después de que empezó a

oscurecer, seguí mirando con una paciencia dura y rebelde. Sabía que entonces no vería los

aviones, pero vería las luces verdes v rojas, avanzando hacía mí, antes de percibir el ruido

de sus motores. Quería ver las luces, sin pensar que desde los aviones no podrían verme en

la oscuridad. De pronto el cielo se puso rojo, y yo seguía escrutando el horizonte. Luego se

puso color de violetas oscuras, y yo seguía mirando. A un lado de la balsa, como un

diamante amarillo en el cielo color de vino, fija y cuadrada, apareció la primera estrella.

Fue como una señal. Inmediatamente después, la noche, apretada y tensa, se derrumbó

sobre el mar.

Mí primera impresión, al darme cuenta de que estaba sumergido en la oscuridad, de que ya

no podía ver la palma de mi mano, fue la de que no podría dominar el terror. Por el ruido

del agua contra la borda, sabía que la balsa seguía avanzando lenta pero incansablemente.

Hundido en las tinieblas, me di cuenta entonces de que no había estado tan solo en las horas

del día. Estaba más solo en la oscuridad, en la balsa que no veía pero que sentía debajo de

mí, deslizándose sordamente sobre un mar espeso y poblado de animales extraños. Para

sentirme menos solo me puse a mirar el cuadrante de mi reloj. Eran las siete menos diez.

Mucho tiempo después, como a las dos, a las tres horas, eran las siete menos cinco. Cuando

el minutero llegó al número doce eran las siete en punto y el cielo estaba apretado de

estrellas. Pero a mí me parecía que había transcurrido tanto tiempo que ya era hora de que

empezara a amanecer. Desesperadamente, seguía pensando en los aviones.

Empecé a sentir frío. Es imposible permanecer seco un minuto dentro de una balsa. Incluso

cuando uno se sienta en la borda medio cuerpo queda dentro del agua, porque el piso de la

balsa cuelga como una canasta, más de medio metro por debajo de la superficie. A las ocho

de la noche el agua era menos fría que el aire. Yo sabía que en el piso de la balsa estaría a

salvo de animales, porque la red que protege el piso les impide acercarse. Pero eso se

aprende en la escuela y se cree en la escuela, cuando el instructor hace la demostración en

un modelo reducido de la balsa, y uno está sentado en un banco, entre cuarenta compañeros

y a las dos de la tarde. Pero cuando se está solo en el mar, a las ocho de -la noche y sin

esperanza, se piensa que no hay ninguna lógica en las palabras del instructor. Yo sabía que

tenía medio cuerpo metido en un mundo que no pertenecía a los hombres sino a los

animales del mar y a pesar del viento helado que me azotaba la camisa no me atrevía a

moverme de la borda. Según el instructor, ése es el lugar menos seguro de la balsa. Pero,

con todo, sólo allí me sentía más lejos de los animales: esos animales enormes y

desconocidos que oía pasar misteriosamente junto a la balsa.

Esa noche me costó trabajo encontrar la Osa Menor, perdida en una confusa e interminable

marafia de estrellas. Nunca había visto tantas. En toda la extensión del cielo era difícil

encontrar un punto vacío. Pero desde cuando localicé la Osa Menor no me atreví a mirar

hacía otro lado. No sé por qué me sentía menos solo mirando la Osa Menor. En Cartagena,

cuando teníamos franquicia, nos sentábamos en el puente de Manga a la madrugada,

mientras Ramón Herrera cantaba, imitando a Daniel Santos, y alguien lo acompañaba con

una guitarra. Sentado en el borde de la piedra, yo descubría siempre la Osa Menor, por los

lados del Cerro de la Popa. Esa noche, en el borde de la balsa, sentí por un instante como si

estuviera en el puente de Manga, como si Ramón Herrera hubiera estado junto a mí,

cantando acompañado por una guitarra, y como si la Osa Menor no hubiera estado a 200

millas de la tierra, sino sobre el Cerro de la Popa. Pensaba que a esa hora alguien estaba

mirando la Osa Menor en Cartagena, como yo la miraba en el mar, y esa idea hacía que me

sintiera menos solo.

Lo que hizo más larga mi primera noche en el mar fue que en ella no ocurrió absolutamente

nada. Es imposible describir una noche en una balsa, cuando nada sucede y se tiene terror a

los animales, y se tiene un reloj fosforescente que es imposible dejar de mirar un solo

minuto. La noche del 28 de febrero -que fue mi primera noche en el mar miré al reloj cada

minuto. Era una tortura. Desesperadamente resolví quitármelo, guardarlo en el bolsillo para

no estar pendiente de la hora. Cuando me pareció que era imposible resistir, faltaban 20

minutos para las nueve de la noche. Todavía no sentía sed ni hambre y estaba seguro de que

podría resistir hasta el día siguiente, cuando vinieran los aviones. Pero pensaba que me

volvería loco el reloj. Preso de angustia, me lo quité de la muñeca para echármelo al

bolsillo, pero cuando lo tuve en la mano se me ocurrió que lo mejor era arrojarlo al mar.

Vacilé un instante. Luego sentí terror: pensé que estarla más solo sin el reloj. Volví a

ponérmelo en la muñeca y segui mirándolo, minuto a minuto, como esa tarde había estado

mirando el horizonte en espera de los aviones; hasta cuando me dolieron los ojos.

Después de las doce sentí deseos de llorar. No había dormido un segundo, pero ni siquiera

lo había intentado. Con la misma esperanza con que esa tarde esperé ver aviones en el

horizonte, estuve esa madrugada buscando luces de barcos. Permanecí largas horas

escrutando el mar; un mar tranquilo, inmenso y silencioso, pero no vi una sola luz distinta

de las estrellas. El frío fue más intenso en las horas de la madrugada y me parecía que mi

cuerpo se había vuelto resplandeciente, con todo el sol de la tarde incrustado debajo de la

piel. Con el f río me ardía más. La rodilla derecha empezó a dolerme después de las doce y

sentía como si el agua hubiera penetrado hasta los huesos. Pero esas eran sensaciones

remotas. No pensaba tanto en mi cuerpo como en las luces de los barcos. Y pensaba que en

medio de aquella soledad infinita, en medio del oscuro rumor del mar, no necesitaba sino

ver la luz de un barco, para dar un grito que se habría oído a cualquier distancia.

La luz de cada día

No amaneció lentamente, como en la tierra. El cielo se puso pálido, desaparecieron las

primeras estrellas y yo seguía mirando primero el reloj y luego el horizonte. Aparecieron

los contornos del mar habían transcurrido doce horas, pero me parecía imposible. Es

imposible que la noche sea tan larga como el día. Se necesita haber pasado una noche en el

mar, sentado en una balsa y contemplando un reloj, para saber que la noche es

desmesuradamente más larga que el día. Pero de pronto empieza a amanecer, y entonces

uno se siente demasiado cansado para saber que está amaneciendo.

Eso me ocurrió en aquella primera noche de la balsa. Cuando empezó a amanecer ya nada

me importaba. No pensé ni en el agua ni en la comida. No pensé en nada hasta cuando el

viento empezó a ponerse tibio y la superficie del mar se volvió lisa y dorada. No había

dormido un segundo en toda la noche, pero en aquel instante sentí como si hubiera

despertado. Cuando me estiré en la balsa los huesos me dolían. Me dolía la piel. Pero el día

era resplandeciente y tibio, y en medio de la claridad, del rumor del viento que empezaba a

levantarse, yo me sentía con renovadas fuerzas para esperar. Y me sentí profundamente

acompañado en la balsa. Por primera vez en los 20 años de mi vida me sentí entonces

perfectamente feliz.

La balsa seguía avanzando, no podía calcular cuánto había avanzado durante la noche, pero

todo seguía siendo igual en el horizonte, como si no me hubiera movido un centímetro. A

las siete de la mañana pensé en el destructor. Era la hora del desayuno. Pensaba que mis

compañeros estaban sentados en la mesa comiéndose una manzana. Después nos llevarían

huevos. Después carne. Después pan y café con leche. La boca se me llenó de saliva y sentí

una torcedura leve en el estómago. Para - distraer aquella idea me sumergí en el fondo de la

balsa hasta el cuello. El agua fresca en la espalda abrasada me hizo sentir fuerte y aliviado.

Estuve así largo tiempo, sumergido, preguntándome por qué me f ui a la popa con Ramón

Herrera, en lugar de acostarme en mi litera. Reconstruí minuto a minuto la tragedia y me

consideré como un estúpido. No había ninguna razón para que yo hubiera sido una de las

víctimas: no estaba de guardia, no tenía obligación de estar en cubierta. Pensé que todo

había sido por culpa de la mala suerte y entonces volví a sentir un poco de angustia. Pero

cuando miré el reloj volví a tranquilizarme. El día avanzaba rápidamente: eran las once y

media.


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