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Los desesperados recursos de un hambriento



Si uno se acuesta en una plaza con la esperanza de capturar una gaviota, puede estarse allí

toda la vida sin lograrlo. Pero a cien millas de la costa es distinto. Las gaviotas tienen

afinado el instinto de conservación en tierra firme. En el mar son animales confiados.

Yo estaba tan inmóvil que probablemente aquella gaviota pequeña y juguetona que se posó

en mi muslo, creyó que estaba muerto. Yo la estaba viendo en mí muslo. Me picoteaba el

pantalón, pero no me hacía daño. Seguí deslizando la mano, Bruscamente, en el instante

preciso en que la gaviota se dio cuenta del peligro y trató de levantar el vuelo, la agarré por

un ala, salté al interior de la balsa y me dispuse a devorarla.

Cuando esperaba que se posara en mi muslo, estaba seguro de que sí llegaba a capturarla

me la comería viva, sin quitarle las plumas. Estaba hambriento y la misma idea de la sangre

del animal me exaltaba la sed. Pero cuando ya la tuve entre las manos, cuando sentí la

palpitación de su cuerpo caliente, cuando vi sus redondos y brillantes ojos pardos, tuve un

momento de vacilación.

Cierta vez estaba yo en cubierta con una carabina, tratando de cazar una de las gaviotas que

seguían al barco. El jefe de armas del destructor, un marinero experimentado, me dijo:

-No seas infame. La gaviota para el marinero es como ver tierra. No es digno de un marino

matar una gaviota.

Yo me acordaba de aquel momento, de las palabras del jefe de armas, cuando estaba en la

balsa con la gaviota capturada, dispuesto a darle muerte y despresarla. A pesar de que

llevaba cinco días sin comer, las palabras del jefe de armas resonaban en mis oídos, como si

las estuviera oyendo. Pero en aquel momento el hambre era más fuerte que todo. Le agarré

fuertemente la cabeza al animal y empecé a torcerle el pescuezo, como a una gallina.

Era demasiado frágil. A la primera vuelta sentí que se le destrozaron los huesos del cuello.

A la segunda vuelta sentí su sangre, viva y caliente, chorreándome por entre los dedos.

Tuve lástima. Aquello parecía un asesinato. La cabeza, aún palpitante, se desprendió del

cuerpo y quedó latiendo en mi mano.

El chorro de sangre en la balsa soliviantó a los peces. La blanca y brillante panza de un

tiburón pasó rozando la borda. En ese instante, un tiburón, enloquecido por el olor de la

sangre, puede cortar de un mordisco una lámina de acero. Como sus mandíbulas están

colocadas debajo del cuerpo, tiene que voltearse para comer. Pero como es miope y voraz,

cuando se voltea panza arriba arrastra todo lo que encuentra a su paso. Tengo la impresión

de que en ese momento el tiburón trató de embestir la balsa. Aterrorizado, le eché la cabeza

de la gaviota y vi, a pocos centímetros de la borda la tremenda rebatiña de aquellos

animales enormes-que se disputaban una cabeza de gaviota, más pequeña que un huevo.

Lo primero que traté de hacer fue desplumarla. Era excesivamente liviana y los huesos tan

frágiles que podían despedazarse con los dedos. Trataba de arrancarle las plumas, pero

estaban adheridas a la piel, delicada y blanca, de tal modo que la carne se desprendía con

las plumas ensangrentadas. La sustancia negra y viscosa en los dedos me produjo una

sensación de repugnancia.

Es fácil decir que después de cinco días de hambre uno es capaz de comer cualquier cosa.

Pero por muy hambriento que uno esté siente asco de un revoltijo de plumas de sangre

caliente, con un intenso olor a pescado crudo y a sarna.

Al principio, traté de desplumarla cuidadosamente, con cierto método. Pero no contaba con

la fragilidad de su piel. Quitándole las plumas empezó a deshacérseme entre las manos. La

lavé dentro de la balsa. La despresé de un solo tirón y la presencia de sus rozados

intestinos, de sus vísceras azules, me revolvió el estómago. Me llevé a la boca una hilaza de

muslo, pero no pude tragarlo. Era simple. Me pareció que estaba masticando una rana. Sin

poder disimular la repugnancia, arrojé el pedazo que tenía en la boca y permanecí largo rato

inmóvil, con aquel repugnante amasijo de plumas y huesos sangrientos en la mano.

Lo primero que se me ocurrió fue que aquello que no podía comerme me serviría de

carnada. Pero no tenía ningún elemento de pesca. Si al menos hubiera tenido un alfiler. Un

pedazo de alambre. Pero no tenía nada distinto de las llaves, el reloj, el anillo y las tres

tarjetas del almacén de Mobile.

Pensé en el cinturón. Pensé que podía improvisar un anzuelo con la hebilla. Pero mis

esfuerzos fueron inútiles. Era imposible improvisar un anzuelo con el cinturón. Estaba

anocheciendo y los peces, enloquecidos por el olor de la sangre, daban saltos en torno a la

balsa. Cuando oscureció por completo arrojé al agua los restos de la gaviota y me acosté a

morir. Mientras preparaba el remo para acostarme oía la sorda guerra de los animales

disputándose los huesos que no me había podido comer.

Creo que esa noche hubiera muerto de agotamiento y desesperación. Un viento fuerte se

levantó desde las primeras horas. La balsa daba tumbos, mientras yo, sin pensar siquiera en

la precaución de amarrarme a los cabos, yacía exhausto dentro del agua, apenas con los pies

y la cabeza fuera de ella.

Pero después de la media noche hubo un cambio: salió la luna. Desde el día del accidente

fue la primera noche. Bajo la claridad azul, la superficie del mar recobra un aspecto

espectral. Esa noche no vino Jaime Manjarrés. Estuve solo, desesperado, abandonado a mi

suerte en el fondo de la balsa.

Sin embargo, cada vez que se me derrumbaba el ánimo, ocurría algo que me hacía renacer

mí esperanza. Esa noche fue el reflejo de la luna en las olas. El mar estaba picado y en cada

ola me parecía ver la luz de un barco. Hacía dos noches que había perdido las esperanzas de

que me rescatara un barco. Sin embargo, a todo lo largo de aquella noche transparentada

por la luz de la luna -mi sexta noche en el mar- estuve escrutando el horizonte

desesperadamente, casi con tanta intensidad y tanta fe como en la primera. Si ahora me

encontrara en las mismas circunstancias moriría de desesperación: ahora sé que la ruta por

donde navega la balsa no es ruta de ningún barco.

Yo era un muerto

No recuerdo el amanecer del sexto día. Tengo una idea nebulosa de que durante toda la

mañana estuve postrado en el fondo de la balsa, entre la vida y la muerte. En esos

momentos pensaba en mi familia y la veía tal como me han contado ahora que estuvo

durante los días de mi desaparición. No me tomó por sorpresa la noticia de que me habían

hecho honras fúnebres. En aquella mí sexta mañana de soledad en el mar, pensé que todo

eso estaba ocurriendo. Sabía que a mi familia le habían comunicado la noticia de mi

desaparición. Como los aviones no habían vuelto sabía que habían desistido de la búsqueda

y que me habían declarado muerto.

Nada de eso era falso, hasta cierto punto. En todo momento traté de defenderme. Siempre

encontré un recurso para sobrevivir, un punto de apoyo, por insignificante que fuera, para

seguir esperando. Pero al sexto día ya no esperaba nada. Yo era un muerto en la balsa.

En la tarde, pensando en que pronto serían las cinco y volverían los tiburones, hice un

desesperado esfuerzo por incorporarme para amarrarme a la borda. En Cartagena, hace dos

años, vi en la playa los restos de un hombre destrozado por el tiburón. No quería morir así.

No quería ser repartido en pedazos entre un montón de animales insaciables.

Iban a ser las cinco. Puntuales, los. tiburones estaban allí, rondando la balsa. Me incorporé

trabajosamente para desatar los cabos del enjaretado. La tarde era fresca. El mar, tranquilo.

Me sentí ligeramente tonificado. Súbitamente, vi otra vez las siete gaviotas del día anterior

y esa visión me infundió renovados deseos de vivir.

En ese instante me hubiera comido cualquier cosa. Me molestaba el hambre. Pero era peor

la garganta estragada y el dolor en las mandíbulas, endurecidas por la falta de ejercicio.

Necesitaba masticar algo. Traté de arrancar tiras del caucho de mis zapatos, pero no tenía

con qué cortarlas. Entonces fue cuando me acordé de las tarjetas del almacén de Mobile.

Estaban en uno de los bolsillos de mi pantalón, casi completamente deshechas por la

humedad. Las despedacé, me las llevé a la boca y empecé a masticar. Aquello fue como un

milagro: la garganta se alivió un poco y la boca se me llenó de saliva. Lentamente seguí

masticando, como si fuera chicle. Al primer mordisco me dolieron las mandíbulas.

Pero después, a medida que masticaba la tarjeta que guardé sin saber por qué desde el día

en que salí de compras con Mary Address, me sentí más fuerte y optimista. Pensaba

seguirlas masticando indefinidamente para aliviar el dolor de las mandíbulas. Pero me

pareció un despilfarro arrojarlas al mar. Sentí bajar hasta el estómago la minúscula papilla

de cartón molido y desde ese instante tuve la sensación de que me salvaría, de que no sería

destrozado por los tiburones.

¿A qué saben los zapatos?

El alivio que experimenté con las tarjetas me agudizó la imaginación para seguir buscando

cosas de comer. Si hubiera tenido una navaja habría despedazado los zapatos y hubiera

masticado tiras de caucho. Era lo más provocativo que tenía al alcance de la mano. Traté de

separar con las llaves la suela blanca y limpia. Pero los esfuerzos fueron inútiles. Era

imposible arrancar una tira de ese caucho sólidamente fundido a la tela.

Desesperadamente, mordí el cinturón hasta cuando me dolieron los dientes. No pude

arrancar ni un bocado. En ese momento debí parecer una fiera, tratando de arrancar con los

dientes pedazos de zapatos, del cinturón y la camisa. Ya al anochecer, me quité la ropa,

completamente empapada. Quedé en pantaloncillos. No sé sí atribuírselo a las tarjetas, pero

casi inmediatamente después estaba durmiendo. En mí séptima noche, acaso porque ya

estaba acostumbrado a la incomodidad de la balsa, acaso porque estaba agotado después de

siete noches de vigilia, dormí profundamente durante largas horas. A veces me despertaba

la ola; daba un salto, alarmado, sintiendo que la fuerza del golpe me arrastraba al agua.

Pero inmediatamente después recobraba el sueño.

Por fin amaneció mi séptimo día en el mar. No sé por qué estaba seguro de que no sería el

último. El mar estaba tranquilo y nublado, y cuando el sol salió, como a las ocho de la

mañana, me sentía reconfortado por el buen sueño de la noche reciente. Contra el cielo

plomizo y bajo pasaron sobre la balsa las siete gaviotas.

Dos días antes había sentido una gran alegría con la presencia de las siete gaviotas. Pero

cuando las vi por tercera vez, después de haberlas visto durante dos días consecutivos, sentí

renacer el terror. Son siete gaviotas perdidas", pensé. Lo pensé con desesperación. Todo

marino sabe que a veces una bandada de gaviotas se pierde en el mar y vuela sin dirección

durante varios días, hasta cuando siguen un barco que les indica la dirección del puerto. Tal

vez aquellas gaviotas que había visto durante tres días eran las mismas todos los días,

perdidas en el mar. Eso significaba que cada vez mí balsa se encontraba a mayor distancia

de la tierra.

VIII


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