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Seiscientos hombres me conducen a San Juan



Volvió, como lo había prometido. Antes de que empezara a esperarlo -no más de quince

minutos después- regresó con el burro y los canastos vacíos y con la muchacha negra de la

ollita de aluminio, que era su mujer, según supe más tarde. El perro no se había movido de

mi lado. Dejó de lamerme la cara y las heridas. Dejó de olfatearme. Se echó a mi lado,

inmóvil, medio dormido, hasta cuando vio acercarse al burro. Entonces dio un salto y

empezó a menear la cola.

-¿No puede caminar? -me dijo el hombre.

-Voy a ver -le dije. Traté de ponerme ,en pie, pero me fui de bruces. "No puede", dijo el

hombre, impidiéndome que me cayera.

Entre él y la mujer me subieron en el burro. Y sosteniéndome por debajo de los brazos

hicieron andar al animal. El perro iba delante dando saltos.

Por todo el camino había cocos. En el mar había soportado la sed. Pero allí, sobre el burro,

avanzando por un camino estrecho y torcido, bordeado de cocoteros, sentí que no podía

resistir un minuto más. Pedí que me diera agua de coco.

-No tengo machete -dijo el hombre.

Pero no era cierto. Llevaba un machete al cinto. Si en aquel momento yo hubiera estado en

condiciones de defenderme le habría quitado el machete por la fuerza y habría pelado un

coco y me lo habría comido entero.

Más tarde me di cuenta por qué rehusó el hombre darme agua de coco. Había ido a una casa

situada a dos kilómetros del lugar en que me encontró, había hablado con la gente de allí y

esta le había advertido que no me diera nada de comer hasta cuando no me

viera un médico. Y el médico más cercano estaba a dos días de viaje, en San Juan de Urabá.

Antes de media hora llegamos a la casa. Una rudimentaria construcción de madera y techo

de zinc a un lado del camino. Allí había tres hombres y dos mujeres. Entre todos me

ayudaron a bajar del burro, me condujeron al dormitorio y me acostaron en una cama de

lienzo. Una de las mujeres fue a la cocina, trajo una ollita con agua de canela hervida y se

sentó al borde de la cama, a darme cucharadas. Con las primeras gotas me sentí

desesperado. Con las segundas sentí que recobraba el ánimo. Entonces ya no quería beber

más, sino contar lo que me había pasado.

Nadie tenía noticias del accidente. Traté de explicarles, de echarles el cuento completo para

que supieran cómo me había salvado. Yo tenía entendido que a cualquier lugar del mundo a

donde llegara se tendrían noticias de la catástrofe. Me decepcionó saber que me había

equivocado, mientras la mujer me daba cucharadas de agua de canela, como a un niño

enfermo.

Varias veces insistí en contar lo que me había pasado. Impasibles, los cuatro hombres y las

otras dos mujeres permanecían a los pies de la cama, mirándome. Aquello parecía una

ceremonia. De no haber sido por la alegría de estar a salvo de los tiburones, de los

numerosos peligros del mar que me habían amenazado durante diez días, habría pensado

que aquellos hombres y aquellas mujeres no pertenecían a este planeta.

Tragándose la historia

La amabilidad de la mujer que me daba de beber no permitía confusiones de ninguna

especie. Cada vez que yo trataba de narrar mí historia me decía:

-Estese callado ahora. Después nos cuenta.

Yo me habría comido lo que hubiera tenido a mi alcance. Desde la cocina llegaba al

dormitorio el oloroso humo del almuerzo. Pero fueron inútiles todas mis súplicas.

-Después de que lo vea el médico le damos de comer-me respondían.

Pero el médico no llegó. Cada diez minutos me daban cucharaditas de agua de azúcar. La

menor de las mujeres, una niña, me enjugó las heridas con paños de agua tibia. El día iba

transcurriendo lentamente. Y lentamente iba sintiéndome aliviado. Estaba seguro de que me

encontraba entre gente amiga. Si en lugar de darme cucharadas de agua de azúcar hubieran

saciado mi hambre, mi organismo no habría resistido el impacto.

El hombre que me encontró en el camino se llama Dámaso Imitela. A las 10 de la mañana

del nueve de marzo, el mismo día en que llegué a la playa, viajó al cercano caserío de

Mulatos y regresó a la casa del camino en que yo me encontraba con varios agentes de la

policía. Ellos también ignoraban la tragedia. En Mulatos nadie conocía la noticia. Allí no

llegan los periódicos. En una tienda, donde ha sido instalado un motor eléctrico, hay una

radio y una nevera. Pero no se oyen los radioperiódicos. Según supe después, cuando

Dámaso Imitela avisó al inspector de policía que me había encontrado exhausto en una

playa y que decía pertenecer al destructor "Caldas" se puso en marcha el motor y durante

todo el día se estuvieron oyendo los radioperiódicos de Cartagena. Pero ya no se hablaba

del accidente. Sólo en las primeras horas de la noche se hizo una breve mención del caso.

Entonces, el inspector de policía, todos los agentes y sesenta hombres de Mulatos se

pusieron en marcha para prestarme auxilio. Un poco después de las doce de la noche

invadieron la casa y me despertaron con sus voces. Me despertaron del único sueño

tranquilo que había logrado conciliar en los últimos 12 días.

Antes del amanecer la casa estaba llena de gente. Todo Mulatos -hombres, mujeres y niños-

se había movilizado para verme.

Aquel fue mi primer contacto con una muchedumbre de curiosos que en los días sucesivos

me seguiría a todas partes. La multitud portaba lámparas y linternas de batería. Cuando el

inspector de Mulatos y casi todos sus acompañantes me movieron de la cama, sentí que me

desgarraban la piel ardida por el sol. Era una verdadera rebatiña.

Hacía calor. Sentía que me asfixiaba en medio de aquella muchedumbre de rostros

protectores. Cuando salí al camino un montón de lámparas y linternas eléctricas enfocó mi

rostro. Quedé ciego en medio de los murmullos y de las órdenes del inspector de policía,

impartidas en voz alta. Yo no veía la hora de llegar a alguna parte. Desde el día en que me

caí del destructor no había hecho otra cosa que viajar con rumbo desconocido. Esa

madrugada seguía viajando, sin saber por dónde, sin imaginar siquiera qué pensaba hacer

conmigo aquella multitud diligente y cordial.

El cuento del fakir

Es largo y difícil el camino del lugar en que me encontraron hasta Mulatos. Me acostaron

en una hamaca colgada de dos largos palos. Dos hombres en cada extremo de cada uno de

los palos me condujeron por un largo, estrecho y retorcido camino iluminado por las

lámparas. Íbamos al aire libre, pero hacía tanto calor como en un cuarto cerrado, a causa de

las lámparas.

Los ocho hombres se turnaban cada media hora. Entonces me daban un poco de agua y

pedacitos de galleta de soda. Yo hubiera querido saber hacia dónde me llevaban, qué

pensaban hacer conmigo. Pero allí se hablaba de todo. Todo el mundo hablaba, menos yo.

El inspector, que dirigía la multitud, no permitía que nadie se me acercara para hablarme.

Se oían gritos, órdenes, comentarios a larga distancia. Cuando llegamos a la larga callecita

de Mulatos la policía no dio abasto para contener la multitud. Eran como las ocho de la

mañana.

Mulatos es un caserío de pescadores, donde no hay oficina telegráfica. La población más

cercana es San Juan de Urabá, a donde dos veces por semana llega una avioneta procedente

de Montería. Cuando llegamos al caserío pensé que había llegado a alguna parte. Pensé que

tendría noticias de mi familia. Pero en Mulatos estaba apenas a mitad del camino.

Me instalaron en una casa y todo el pueblo hizo cola para verme. Yo me acordaba de un

fakir que vi hace dos años en Bogotá, por cincuenta centavos. Era preciso hacer una larga

cola de varias horas para ver al fakir. Uno avanzaba apenas medio metro cada cuarto de

hora. Cuando se llegaba a la pieza en que estaba el fakir, metido en una urna de vidrio, ya

no se deseaba ver a nadie. Se deseaba salir de eso cuanto antes para mover las piernas, para

respirar aire puro.

La única diferencia entre el fakir y yo era que el fakir estaba dentro de una urna de cristal.

El fakir tenía nueve días sin comer. Yo tenía diez en el mar y uno acostado en una cama, en

un dormitorio de Mulatos. Yo veía pasar rostros frente a mí. Rostros blancos y negros, en

una fila interminable. El calor era terrible. Y yo me sentía entonces lo suficientemente

repuesto como para tener un poco de sentido del humor y pensar que alguien pudiera estar

en la puerta vendiendo entradas para ver al náufrago.

En la misma hamaca en que me llevaron a Mulatos me llevaron a San Juan de Urabá. Pero

la muchedumbre que me acompañaba se había multiplicado. No iban menos de 600

hombres. Iban, además, mujeres, niños y animales. Algunos hicieron el viaje en burro. Pero

la generalidad lo hizo a pie. Fue un viaje de casi todo un día. Llevado por aquella multitud,

por los 600 hombres que se turnaron a lo largo del camino, yo sentía que iba recobrando

mis fuerzas paulatinamente. Creo que Mulatos quedó desocupado. Desde las primeras horas

de la mañana el motor eléctrico estuvo funcionando y el receptor de radio invadiendo el

caserío con su música. Aquello era como una feria. Y yo, el centro y la razón de la feria,

seguía tumbado en la cama, mientras el pueblo entero desfilaba para conocerme. Fue esa

misma multitud la que no se resignó a dejarme partir solo, sino que se fue a San Juan de

Urabá, en una larga caravana que ocupaba todo el ancho de aquel camino tortuoso.

Durante el viaje yo sentía hambre y sed. Los pedacitos de galleta de soda, los

insignificantes sorbos de agua, me habían restablecido, pero al mismo tiempo me habían

exaltado la sed y el hambre. La entrada a San Juan me hizo recordar las fiestas de los

pueblos. Todos los habitantes de la pequeña y pintoresca población, barrida por los vientos

del mar, salieron a mí encuentro. Ya se habían tomado medidas para evitar a los curiosos.

La policía logró detener la multitud que se agolpaba en las calles para verme.

Ese fue el final de mi viaje. El doctor Humberto Gómez, el primer médico que me hizo un

examen detenido, me dio la gran noticia. No me la dio antes de terminar el examen, pues

quería estar seguro de que estaba en condiciones de resistirla. Dándome una palmadita en la

mejilla, sonriendo amablemente, me dijo:

-La avioneta está lista para llevarlo a Cartagena. Allí lo está esperando su familia.

XIV

Mi heroísmo consistió en no dejarme morir

Nunca creí que un hombre se convirtiera en héroe por estar diez días en una balsa,

soportando el hambre y la sed. Yo no podía hacer otra cosa. Si la balsa hubiera sido una

balsa dotada con agua, galletas empacadas a presión, brújula e instrumentos de pesca,

seguramente estaría tan vivo como lo estoy ahora. Pero habría una diferencia: no habría

sido tratado como un héroe. De manera que el heroísmo, en mi caso, consiste

exclusivamente en no haberme dejado morir de hambre y de sed durante diez días.

Yo no hice ningún esfuerzo por ser héroe. Todos mis esfuerzos fueron por salvarme. Pero

como la salvación vino envuelta en una aureola, premiada con el título de héroe como un

bombón con sorpresa, no me queda otro recurso que soportar la salvación, como habla

venido, con heroísmo y todo.

Se me pregunta cómo se siente un héroe. Nunca sé qué responder. Por mi parte, yo me

siento lo mismo que antes. No he cambiado ni por dentro ni por fuera. Las quemaduras del

sol han dejado de dolerme. La herida de la rodilla se ha cicatrizado. Soy otra vez Luis

Alejandro Velasco. Y con eso me basta.

Quien ha cambiado es la gente. Mis amigos son ahora más amigos que antes. Y me imagino

también que mis enemigos son más enemigos, aunque no creo tenerlos. Cuando alguien me

reconoce en la calle se queda mirándome como a un animal raro. Por eso visto de civil,

hasta cuando a la gente se le olvide que estuve diez días sin comer ni beber en una balsa.

La primera sensación que se tiene, cuando se empieza a ser una persona importante, es la

sensación de que durante todo el día y' toda la noche, en cualquier circunstancia, a la gente

le gusta que uno le hable de uno mismo. Me di cuenta de eso en el Hospital Naval de

Cartagena, donde pusieron un guardia para que nadie hablara conmigo. A los tres días me

sentía completamente restablecido, pero no podía salir del hospital. Sabía que cuando me

dieran de alta tendría que contarle el cuento a todo el mundo, porque, según me decían los

guardias, habían llegado a la ciudad periodistas de todo el país para hacerme reportajes y

tomarme fotografías. Uno de ellos, con un impresionante bigote de 20 centímetros de largo,

me tomó más de 50 fotografías, pero no se le permitió que

me preguntara nada relacionado con mí aventura.

Otro, más audaz, se disfrazó de médico burló la guardia y penetró en mi habitación. Obtuvo

una resonante y merecida victoria, pero pasó un mal rato.

Historia de un reportaje

A mi habitación sólo podían entrar mi padre, los guardias, los médicos y los enfermeros del

Hospital Naval. Un día entró un médico que no habla visto nunca. Muy Joven, con su bata

blanca, anteojos y fonendoscopio colgado del cuello. Entró intempestivamente, sin decir

nada.

El suboficial de la guardia lo miró perplejo. Le pidió que se identificara. El joven médico se

registró todos los bolsillos, se ofuscó un poco y dijo que había olvidado sus papeles.

Entonces, el suboficial, de guardia. le advirtió que no podría conversar conmigo sin un

permiso especial del director del establecimiento. De manera que ambos se fueron donde el

director. Diez minutos después regresaron a mi pieza.

El suboficial de guardia entró delante y me hizo una advertencia:

-Le dieron permiso para que lo examine durante quince minutos. Es un siquiatra de Bogotá,

pero a mí me parece que es un reportero disfrazado.

-¿Por qué le parece? -le pregunté.

-Porque está muy asustado. Además, los siquiatras no usan fonendoscopio.

Sin embargo, había conversado durante quince minutos con el director del Hospital. Habían

hablado de medicina, de psiquiatría. Hablaron en términos médicos, muy complicados, y

rápidamente se pusieron de acuerdo. Por eso le dieron permiso para hablar conmigo durante

quince minutos.

No sé si fue por la advertencia del suboficial, pero cuando el joven médico entró de nuevo a

mi pieza ya no me pareció un médico. Tampoco me pareció un reportero, aunque hasta ese

momento yo no habla visto nunca un reportero. Me pareció un cura disfrazado de médico.

Creo que no sabía cómo empezar. Pero lo que realmente ocurría era que estaba pensando en

la manera de alejar al suboficial de la guardia.

-Hágame el favor de conseguirme un papel -le dijo.

El debió pensar que el suboficial de guardia iría a buscar el papel a la oficina. Pero tenía

orden de no dejarme solo. Así que no fue a buscar el papel, sino que salió al corredor y

gritó:

-Oiga, traiga en seguida papel de escribir.

Un momento después vino el papel de escribir. Habían transcurrido más de cinco minutos y

el médico no me había hecho todavía ninguna pregunta. Sólo cuando llegó el papel

comenzó el examen. Me entregó el papel y me pidió que dibujara un buque. Yo dibujé el

buque. Luego me pidió que firmara el dibujo, y lo hice. Después me pidió que dibujara una

casa de campo. Yo dibujé una casa lo mejor que pude, con una mata de plátano al lado. Me

pidió que la firmara. Entonces fue cuando yo me convencí de que era un reportero

disfrazado. Pero él insistió en que era médico.

Cuando acabé de dibujar, examinó los papeles, dijo algunas palabras confusas y comenzó a

hacerme preguntas sobre mi aventura. El suboficial de guardia intervino para recordar que

no se permitía aquella clase de preguntas. Entonces me examinó el cuerpo, como lo hacen

los médicos. Tenía las manos heladas. Si el suboficial de guardia se las hubiera tocado lo

habría echado de la pieza. Pero yo no dije nada, pues su nerviosismo y la posibilidad de que

fuera un reportero me producían una gran simpatía. Antes de que se cumplieran los quince

minutos del permiso salió disparado con los dibujos.

¡La que se armó al día siguiente! Los dibujos aparecieron en la primera página de "El

Tiempo", con flechas y letreros. "Aquí iba yo", decía un letrero, con una flecha que

señalaba el puente del buque. Era un error, porque yo no iba en el puente, sino en la popa.

Pero los dibujos eran míos.

Me dijeron que rectificara. Que podía demandarlo. Me pareció absurdo. Yo sentía una gran

admiración por un reportero que se disfrazaba de médico para poder entrar en un hospital

militar. Si él hubiera encontrado la manera de hacerme saber que era un reportero yo habría

sabido cómo alejar al suboficial de guardia. Porque la verdad es que ese día yo ya tenía

permiso para contar la historia.

E1 negocio del cuento

La aventura del reportero disfrazado de médico me proporcionó una idea muy clara del

interés que los periódicos tenían en la historia de mis diez días en el mar. Era un interés de

todo el mundo. Mis propios compañeros me pidieron que la contara muchas veces. Cuando

vine a Bogotá, ya casi completamente restablecido, me di cuenta de que mi vida había

cambiado. Me recibieron con todos los honores en el aeródromo. El presidente de la

república me impuso una condecoración. Me felicitó por mi hazaña. Desde ese día supe que

seguiría en la armada, pero ahora con el grado de cadete.

Además, había algo con lo cual no contaba: las propuestas de las agencias de publicidad.

Yo estaba muy agradecido de mi reloj, que marchó con precisión durante mi odisea. Pero

no creí que aquello le sirviera para nada a los fabricantes de relojes. Sin embargo, me

dieron $ 500 y un reloj nuevo. Por haber masticado cierta marca de chicles y decirlo en un

anuncio, me dieron $ 1.000. Quiso la suerte que los fabricantes de mis zapatos, por decirlo

en otro anuncio, me dieran dos mil pesos. Para que permitiera transmitir mi historia por

radio me dieron cinco mil. Nunca creí que fuera buen negocio vivir diez días de hambre y

de, sed en el mar. Pero lo es: hasta ahora he recibido casi diez mil pesos. Sin embargo, no

volvería a repetir la aventura por un millón.

Mi vida de héroe no tiene nada de particular. Me levanto a las 10 de la mañana. Voy a un

café a conversar con mis amigos, o a alguna de las agencias de publicidad que están

elaborando anuncios con base en mi aventura. Casi todos los días voy al cine. Y siempre

acompañado. Pero el nombre de la acompañante es lo único que no puedo revelar, porque

pertenece a la reserva del sumario.

Todos los días recibo cartas de todas partes. Cartas de gente desconocida. De Pereira,

firmado con las iniciales J. V. C., recibí un extenso poema, con balsas y gaviotas, Mary

Address, quien ordenó una misa por el descanso de mi alma cuando me encontraba a la

deriva en el Caribe, me escribe con frecuencia. Me mandó un retrato con dedicatoria que ya

conocen los lectores.

He contado mi historia en la televisión y a través de un programa de radio. Además. se la he

contado a mis amigos. Se la conté a una anciana viuda que tiene un voluminoso álbum de

fotografías y que me invitó a su casa. Algunas personas me dicen que esta historia es una

invención fantástica. Yo les pregunto:

Entonces, ¿qué hice durante mis diez días en el mar?

 


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