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Perdidas las esperanzas hasta la muerte



No tuve necesidad de forzarme para dormir durante mi octava noche en el mar. La vieja

gaviota se posó en la borda desde ¡as nueve, y no se separó de la balsa en toda la noche. Yo

estaba recostado en el único remo que me quedaba: el pedazo destrozado por el tiburón. La

noche era tranquila y la balsa avanzaba en línea recta hacia un punto determinado. "¿A

dónde llegaría?", me preguntaba, convencido por los indicios del color del agua y la vieja

gaviota- de que al día siguiente estaría en tierra firme. No tenía la menor idea de¡ lugar

hacia donde se dirigía la balsa impulsada por la brisa.

No estaba seguro de que el bote hubiera conservado la dirección inicial. Sí había seguido el

rumbo de los aviones era probable que llegara a Colombia. Pero sin una brújula era

imposible saberlo. De haber estado viajando hacia el sur, en línea recta, llegaría sin duda a

las costas colombianas del Caribe. Pero también era posible que hubiera estado viajando

hacía el norte. En ese caso no tenía la menor idea de mi posición.

Antes de la media noche, cuando caía vencido por el sueño, la vieja gaviota se acercó a

picotearme la cabeza. No me hacía daño. Me picoteaba suavemente, sin maltratarme el

cuero cabelludo. Parecía como si estuviera acariciándome. Me acordé del jefe de armas del

destructor, el que me dijo que era una indignidad de un marino dar muerte a una gaviota, y

sentí remordimiento por la pequeña gaviota que maté inútilmente.

Escruté el horizonte hasta la madrugada. Esa noche no hubo frío. Pero no pude descubrir

ninguna luz. No había señales de la costa. La balsa se deslizaba por un mar claro y

tranquilo, pero no había en torno a mí una luz diferente a la de las estrellas. Cuando

permanecí perfectamente quieto la gaviota parecía dormir. Bajaba la cabeza, parado en la

borda, y permanecía ella también inmóvil durante largo tiempo. Pero tan pronto como Yo

me movía daba un salto y se ponía a picotearme la cabeza.

En la madrugada cambié de posición. Dejé a la gaviota del lado de los pies. La sentí

picotearme los zapatos. Luego la sentí acercarse por la borda. Permanecí inmóvil. La

gaviota se quedó completamente inmóvil.. Luego se posó junto a mi cabeza, también

inmóvil. Pero tan pronto como moví la cabeza empezó a picotearme el cabello, casi con

ternura. Aquello se volvía un juego. Cambié varias veces de posición. Y varias veces la

gaviota se movió al lado de mi cabeza. Ya al amanecer, sin necesidad de proceder con

cautela, extendí la mano y la agarré por el cuello.

No pensé en darle muerte. La experiencia de la otra gaviota me indicaba que sería un

sacrificio inútil. Tenía hambre, pero no pensaba saciarla en aquel animal amigo, que me

había acompañado durante toda la noche, sin hacerme daño. Cuando la agarré extendió las

alas, se sacudió bruscamente y trató de liberarse. En un instante le crucé las alas por encima

del cuello, para prívarla de su movilidad. Entonces levantó la cabeza y a las primeras horas

del día vi sus ojos, transparentes y asustados. Aunque en algún momento hubiera pensado

en descuartizarla, al ver sus enormes ojos tristes hubiera desistido de mi propósito.

El sol salió temprano, con una fuerza que puso a hervir el aire desde las siete. Yo seguía

acostado en la balsa, con la gaviota fuertemente agarrada. El mar era todavía verde y

espeso, como el día anterior, pero no había

por ningún lado señales de la costa. El aire era sofocante. Entonces solté a mi prisionera,

que sacudió la cabeza y salió disparada hacia el cielo. Un momento después se había

incorporado a la bandada.

El sol fue esa mañana -mi novena mañana en el mar- mucho más abrasador que en todos

los días anteriores. A pesar de que me había cuidado de que no me diera nunca en los

pulmones, tenla la espalda ampollada. Tuve que quitar el remo en que me apoyaba y

sumergirme en el agua, porque ya no podía resistir el contacto de la madera en la espalda.

Tenía quemados los hombros y los brazos. Ni siquiera podía tocarme la piel con los dedos,

porque sentía como si fueran brasas al rojo vivo. Sentía los ojos irritados. No podía fijarlos

en ningún punto, porque el aire se llenaba de círculos luminosos y cegadores. Hasta ese día

no me había dado cuenta del lamentable estado en que me encontraba. Estaba deshecho,

llagado por la sal del agua y el sol. Sin ningún esfuerzo me arrancaba de los brazos largas

tiras de piel. Debajo quedaba una superficie roja y lisa. Un instante después sentía palpitar

dolorosamente el espacio pelado y la sangre me brotaba por los poros.

No me había dado cuenta de la barba. Tenía once días de no afeitarme. La barba espesa me

llegaba hasta el cuello, pero no podía tocármela, porque me dolía terriblemente la piel,

irritada por el sol. La idea de mi rostro demacrado, de mi cuerpo ampollado, me hizo

recordar lo mucho que había sufrido en aquellos días de soledad y desesperación. Y volví a

sentirme desesperado. No había señales de la costa. Era el mediodía y volví a perder las

esperanzas de llegar a tierra. Por mucho que avanzara la balsa era imposible que llegara a la

playa antes del anochecer, si no habían aparecido a esa, por ningún lado, los perfiles de la

costa.

"Quiero morir"

Una alegría elaborada en doce horas desapareció en un minuto, sin dejar rastros. Mis

fuerzas se derrumbaron. Desistí de todas mis preocupaciones. Por primera vez en nueve

días me acosté boca abajo, con la abrasada espalda expuesta al sol. Lo hice sin piedad por

mi cuerpo. Sabía que de permanecer así antes del anochecer me habría asfixiado.

Hay un instante en que ya no se siente dolor. La sensibilidad desaparece y la razón empieza

a embotarse hasta cuando se pierde la noción del tiempo y del espacio. Boca abajo en la

balsa, con los brazos apoyados en la borda y la barba apoyada en los brazos, sentí al

principio los despiadados mordiscos del sol. Vi el aire poblado de puntos luminosos,

durante varías horas. Por fin cerré los ojos, extenuado, pero entonces ya el sol no me ardía

en el cuerpo. No sentía sed ni hambre. No sentía nada, aparte de una indiferencia general

por la vida y la muerte. Pensé que me estaba muriendo. Y esa idea me llenó de una extraña

y oscura esperanza.

Cuando abrí los ojos estaba otra vez en Mobile. Hacía un calor asfixiante y había ido a una

fiesta al aire libre, con otros compañeros del destructor y con el judío Massey Nasser, el

dependiente del almacén de Mobile donde comprábamos ropa los marineros. Era el que me

había dado las tarjetas. Durante los ocho meses en que el buque estuvo en reparación

Massey Nasser se dedicó a atender a los marinos colombianos, y nosotros, en prueba de

gratitud, no comprábamos en un almacén distinto al suyo. El hablaba el español

correctamente, a pesar de que, según nos dijo, nunca había estado en un país de lengua

castellana.

Ese día, como casi todos los sábados, estábamos en ese café al aire libre donde solo había

judíos y marineros colombianos. En una tarima de tabla bailaba la misma mujer de todos

los sábados. Tenla el vientre desnudo y el rostro cubierto por un velo, como las bailarinas

árabes de las películas. Nosotros, aplaudíamos y tomábamos cerveza enlatada. El más

alegre de todos era Massey Nasser, el dependiente judío del almacén de Mobile, que nos

vendió ropa fina y barata a todos los marineros colombianos.

No sé cuánto tiempo estuve así, embotado, con la alucinación de la fiesta de Mobile. Sólo

sé que de pronto di un salto en la balsa y estaba atardeciendo. Entonces vi, como 1 a cinco

metros de la balsa, una enorme tortuga amarilla con una cabeza atigrada y unos fijos e

inexpresivos ojos como dos gigantescas bolas de cristal, que me miraban espantosamente.

Al principio creí que era otra alucinación y me senté en la balsa, aterrorizado. El

monstruoso animal, que medía como cuatro metros de la cabeza a la cola, se hundió cuando

me vio mover, dejando un rastro de espuma. Yo no sabía si era realidad o fantasía. Y

todavía no me atrevo a decir si era realidad o fantasía, a pesar de que durante breves

minutos vi nadar aquella gigantesca tortuga amarilla delante de la balsa, llevando fuera del

agua su espantosa y pintada cabeza de pesadilla. Sólo sé que -fuera realidad o fuera

fantasía- habría bastado con que tocara la balsa para que la hubiera hecho girar varias veces

sobre sí misma.

La tremenda visión me hizo recobrar el miedo. Y en ese instante el miedo me reconfortó.

Agarré el pedazo de remo, me senté en la balsa y me preparé para la lucha, con ese

monstruo o con cualquier otro que tratara de voltear la balsa. Iban a ser las cinco.

Puntuales, como siempre, los tiburones estaban saliendo del mar a la superficie.

Miré al lado de la balsa donde anotaba los días y conté ocho rayas. Pero recordé que no

había anotado la de aquel día. La marqué con las llaves, convencido de que sería la última,

y sentía desesperación y rabia ante la certidumbre de que me resultaba más difícil morir que

seguir viviendo. Esa mañana había decidido entre la vida y la muerte. Había escogido la

muerte, y sin embargo seguía vivo, con el pedazo de remo en la mano, dispuesto a seguir

luchando por la vida. A seguir luchando por lo único que ya no me importaba nada.

La raíz misteriosa

En medio de aquel sol metálico, de aquella desesperación, de aquella sed que por primera

vez empezaba a ser insoportable, me sucedió una cosa increíble: en el centro de la balsa,

enredada entre los cabos de la malla, había una raíz roja, como esas raíces que machacan en

Boyacá para hacer color, y cuyo nombre no recuerdo. No sé desde cuándo estaba allí.

Durante mis nueve días en el mar no había visto una brizna de hierba en la superficie. Y,

sin embargo, sin que supiera cómo, aquella raíz estaba allí, enredada en los cabos de la

malla, como otro anuncio inequívoco de la tierra que no veía por ningún lado.

Tenía como 30 centímetros de longitud. Hambriento, pero ya sin fuerzas para pensar en mi

hambre, mordí despreocupadamente la raíz. Me supo a sangre. Soltaba un aceite espeso y

dulce que me refrescó la garganta. Pensé que tenía sabor de veneno. Pero seguí comiendo,

devorando el pedazo de palo retorcido, hasta cuando no quedó ni una astilla.

Cuando terminé de comer no me sentí más aliviado. Se mi ocurrió que aquello era una rama

de olivo, porque me acordé de la historia sagrada: cuando Noé echó a volar la paloma el

animal regresó al arca con una rama de olivo, señal de que el agua había vuelto a desocupar

la tierra. Yo pensaba que la rama de olivo de la paloma era como aquella con que acababa'

de distraer mi hambre de nueve días.

Puede esperarse un año en el mar, pero hay un día en que ya es imposible soportar una hora

más. El día anterior había pensado que amanecería en tierra firme. Habían transcurrido 24

horas y sólo seguía viendo agua y cielo. Ya no esperaba nada. Era mi novena noche en el

mar. "Nueve noches de muerto", pensé con terror, seguro de que a esa hora mi casa del

barrio Olaya, en Bogotá, estaba llena de amigos de la familia. Era la última noche de mis

velaciones. Mañana desarmarían el altar y poco a poco se irían acostumbrando a mi muerte.

Nunca hasta esa noche había perdido una remota esperanza de que alguien se acordara de

mí y tratara de rescatarme. Pero cuando recordé que aquella debía ser para mi familia la

novena noche de mi muerte, la última de mis velaciones, me sentí completamente olvidado

en el mar. Y pensé que nada mejor podía ocurrirme que morir. Me acosté en el fondo de la

balsa. Quise decir en voz alta:

"Ya no me levanto más". Pero la voz se me apagó en la garganta. Me acordé del colegio.

Me llevé a la boca la medalla de la Virgen del Carmen y me puse a rezar mentalmente,

como suponía que a esa hora lo estaba haciendo mí familia en mi casa. Entonces me sentí

bien, porque sabía que me estaba muriendo.

XI

Al décimo día, otra alucinación: la tierra

Mi novena noche fue la más larga de todas. Me había acostado en la balsa y las olas se

rompían suavemente contra la borda. Pero no era dueño de mis sentidos. Y en cada ola que

estallaba junto a mi cabeza yo sentía repetirse la catástrofe. Se dice que los moribundos

"salen a recorrer sus pasos". Algo de eso me ocurrió en aquella noche de recapitulación. Yo

estaba otra vez en el destructor, acostado entre las neveras y las estufas, en la popa, con

Ramón Herrera, y viendo a Luis Rengifo en la guardia, en una febril recapitulación del

mediodía del 28 de febrero. Cada vez que la ola se rompía contra la borda yo sentía que se

rodaba la carga, que me iba al. fondo del agua y que nadaba hacia arriba, tratando de

alcanzar la superficie.

Minuto a minuto, mis nueve días de soledad, angustia, hambre y sed en el mar se repetían

entonces, nítidamente, como en una pantalla cinematográfica. Primero la caída. Después

mis compañeros, gritando en torno a la balsa; después el hambre, la sed, los tiburones y los

recuerdos de Mobile pasando en una sucesión de imágenes. Tomaba precauciones para no

caer. Me veía otra vez en la popa del destructor, tratando de amarrarme para que no me

arrastrara la ola. Me amarraba con tanta fuerza que me dolían las muñecas, los tobillos y

sobre todo la rodilla derecha. Pero a pesar de los cabos sólidamente atados. la ola venía

siempre y me arrastraba al fondo del mar. Cuando recobraba la lucidez estaba nadando

hacia arriba. Asfixiándome.

Días antes había pensado amarrarme a la balsa. Aquella noche debía hacerlo, pero no tenía

fuerzas para incorporarme y buscar los cabos del enjaretado. No podía pensar. Por primera

vez en nueve días no me daba cuenta de mi situación. En el estado en que me encontraba,

hay que considerar como un milagro que aquella noche no me arrastraran las olas al fondo

del mar. No habría visto. Tenía la realidad confundida en las alucinaciones. Sí una ola

hubiera volteado la balsa, tal vez yo habría pensado que era otra alucinación, habría sentido

que caía otra vez del destructor -como lo sentí tantas veces aquella noche- y en un segundo

habría caído al fondo a alimentar los tiburones que durante nueve días habían esperado

pacientemente junto a la borda.

Pero de nuevo esa noche me protegió mi buena suerte. Estuve sin sentido, recapitulando

minuto a minuto mis nueve días de soledad y ahora veo que iba tan seguro como sí hubiera

estado amarrado a la borda.

Al amanecer, el viento se volvió helado. Tenía fiebre, Mi cuerpo ardiente se estremeció,

penetrado hasta los huesos por el escalofrío. La rodilla derecha empezó a dolerme. La sal

del mar la había mantenido seca, pero continuaba viva, como el primer día. Siempre me

había cuidado de no lastimarla. Pero esa noche, acostado boca abajo, llevaba la rodilla

apoyada contra el piso de la balsa, y la herida me palpitaba dolorosamente. Ahora tengo

razones para pensar que la herida me salvó la vida. Como entre nieblas. comencé a percibir

el dolor. Estaba dándome cuenta de mi cuerpo. Sentí el viento helado contra mi rostro

febril. Ahora sé que durante varias horas estuve diciendo un sartal de cosas confusas,

hablando con mis compañeros, tomando helados con Mary Address en un lugar donde

había una música estridente.

Después de muchas horas incontables sentí que me estallaba la cabeza. Las sienes me

palpitaban y me dolían los huesos. Sentía la rodilla en carne viva, paralizada por la

hinchazón. Era como sí la rodilla fuera más grande, mucho más grande que mi cuerpo.

Me di cuenta de que estaba en la balsa cuando empezó a amanecer. Pero entonces no sabía

cuánto tiempo llevaba en esa situación. Recordé, haciendo un esfuerzo supremo, que había

trazado nuevas rayas en la borda. Pero no recordaba cuándo había trazado la última. Me

parecía que había transcurrido mucho tiempo desde aquella tarde en que me comí una raíz

que encontré enredada en los cabos de la malla. ¿Había sido un sueño? Aún tenía en la boca

un sabor dulce y espeso, pero cuando hacía una recapitulación de mis alimentos no me

acordaba de ella. No me había reconfortado. Me la había comido entera, pero sentía el

estómago vacío. Estaba sin fuerzas.

¿Cuántos días habían pasado desde entonces? Sabía que estaba, amaneciendo, pero no

habría podido saber cuántas noches había estado exhausto en el fondo de la balsa,

esperando una muerte que parecía más esquiva que la tierra. El cielo se puso rojo, como al

atardecer. Y ese fue otro factor de confusión: entonces no supe si era un nuevo día o un

nuevo atardecer.

¡Tierra!

Desesperado por el dolor de la rodilla traté de cambiar de posición. Quise voltearme, pero

me fue imposible. Me sentía tan agotado que me parecía imposible ponerme en pie.

Entonces moví la pierna herida, me suspendí con las manos apoyadas en el fondo de la

balsa y me dejé caer de espaldas, boca arriba, con la cabeza apoyada en la borda.

Evidentemente, estaba amaneciendo. Miré el reloj. Eran las cuatro de la madrugada. Todos

los días a esa hora escrutaba el horizonte. Pero ya había perdido las esperanzas de la tierra.

Continué mirando el cielo, viéndolo pasar del rojo vivo al azul pálido. El aire seguía

helado, me sentía con fiebre, y la rodilla me palpitaba con un dolor penetrante. Me sentía

mal porque no había podido morir. Estaba sin fuerzas, pero completamente vivo. Y aquella

certidumbre me produjo una sensación de desamparo. Habría creído que no pasaría de

aquella noche. Y, sin embargo, seguía como siempre, sufriendo en la balsa y entrando a un

nuevo día, que sería un día más, un día vacío, con un sol insoportable y una manada de

tiburones en torno a la balsa, desde las cinco de la tarde.

Cuando el cielo comenzó a ponerse azul miré el horizonte. Por todos los lados estaba el

agua verde y tranquila. Pero frente a la balsa, en la penumbra del amanecer, hallé una larga

sombra espesa. Contra el cielo diáfano se encontraban los perfiles de los cocoteros.

Sentí rabia. El día anterior me había visto en una fiesta en Mobile. Luego, había visto una

gigantesca tortuga amarilla, y durante la noche había estado en mi casa de Bogotá, en el

colegio La Salle de Villavicencio y con mis compañeros del destructor. Ahora estaba

viendo la tierra. Si cuatro o cinco días antes hubiera sufrido aquella alucinación me habría

vuelto loco de alegría. Habría mandado la balsa al diablo y me habría echado al agua para

alcanzar rápidamente la orilla.

Pero en el estado en que yo me encontraba se está prevenido contra las alucinaciones. Los

cocoteros eran demasiado nítidos para que fueran ciertos. Además, no los veía a una

distancia constante. A veces me parecía verlos al lado mismo de la balsa. Más tarde parecía

verlos a dos, a tres kilómetros de distancia. Por eso no sentía alegría. Por eso me reafirmé

en mis deseos de morir, antes que me volvieran loco las alucinaciones. Volví a mirar hacia

el cielo. Ahora era un cielo alto y sin nubes. de un azul intenso.

A las cuatro y cuarenta y cinco se veían en el horizonte los resplandores del sol. Antes

había sentido miedo de la noche, ahora el sol del nuevo día me parecía un enemigo. Un

gigantesco e implacable enemigo que venía a morderme la piel ulcerada, a enloquecerme de

sed y de hambre. Maldije el sol. Maldije el día. Maldije mi suerte que me había permitido

soportar nueve días a la deriva en lugar de permitir que hubiera muerto de hambre o

descuartizado por los tiburones.

Como volvía a sentirme incómodo, busqué el pedazo de remo en el fondo de la balsa para

recostarme. Nunca he podido dormir con una almohada demasiado dura. Sin embargo,

buscaba con ansiedad un pedazo de palo destrozado por los tiburones para apoyar la

cabeza.

El remo estaba en el fondo, todavía amarrado a los cabos del enjaretado. Lo solté. Lo ajusté

debidamente a mis espaldas doloridas, y la cabeza me quedó apoyada por encima de la

borda. Entonces fue cuando vi claramente, contra el sol rojo que empezaba a levantarse, el

largo y verde perfil de la costa.

Iban a ser las cinco. La mañana era perfectamente clara. No podía caber la menor duda de

que la tierra era una realidad. Todas las alegrías frustradas en los días anteriores la alegría

de los aviones, de las luces de los barcos, de las gaviotas y del color del agua, renacieron

entonces atropelladamente, a la vista de la tierra.

Si a esa hora me hubiera comido dos huevos fritos, un pedazo de carne, café con leche y

pan -un desayuno completo del destructor- tal vez no me habría sentido con tantas fuerzas

como después de haber visto aquello que yo creí que realmente era la tierra. Me incorporé

de un salto. Vi, perfectamente, frente a mí, la sombra de la costa y el perfil de los cocoteros.

No veía luces. Pero a mi derecha, como a diez kilómetros de distancia, los primeros rayos

del sol brillaban con un resplandor metálico en los acantilados. Loco de alegría, agarré mi

único pedazo de remo y traté de impulsar la balsa hasta la costa. en línea recta.

Calculé que habría dos kilómetros desde la balsa hasta la orilla. Tenía las manos deshechas

y el ejercicio me maltrataba la espalda. Pero no había resistido nueve días -diez con el que

estaba empezando- para renunciar ahora que estaba frente. a la tierra. Sudaba.

El viento frío del amanecer me secaba el sudor y me producía un dolor destemplado en los

huesos, pero seguía remando.

Pero, ¿dónde está la tierra?

No era un remo para una balsa como aquella. Era un pedazo de palo. Ni siquiera me servía

de sonda para tratar de averiguar la profundidad del agua. Durante los primeros minutos,

con la extraña fuerza que me imprimió la emoción, logré avanzar un poco. Pero luego me

sentí agotado, levanté el remo un instante, contemplando la exuberante vegetación que

crecía frente a mis ojos, y vi que una corriente paralela a la costa impulsaba la balsa hacia

los acantilados.

Lamenté haber perdido mis remos. Sabía que uno de ellos, entero y no destrozado por los

tiburones como el que llevaba en la mano, habría podido dominar la corriente. Por instantes

pensé que tendría paciencia para esperar a que la balsa llegara a los acantilados. Brillaban

bajo el primer sol de la mañana como una montaña de agujas metálicas. Por fortuna estaba

tan desesperado por sentir la tierra firme bajo mis pies que sentí lejana la esperanza. Más

tarde supe que eran las rompientes de Punta Caribana, y que de haber permitido que la

corriente me arrastrara me habría destrozado contra las rocas.

Traté de calcular mis fuerzas. Necesitaba nadar dos kilómetros para alcanzar la costa. En

buenas condiciones puedo nadar dos kilómetros en menos de una hora. Pero no sabía

cuánto tiempo podía nadar después de diez días sin comer nada más que un pedazo de

pescado y una raíz, con el cuerpo ampollado por el sol y la rodilla herida. Pero aquella era

mí última oportunidad. No tuve tiempo de pensarlo. No tuve tiempo de acordarme de los

tiburones. Solté el remo, cerré los ojos y me arrojé al agua.

Al contacto del agua helada me reconforté. Desde el nivel del mar perdí la visión de la

costa. Tan pronto como estuve en el agua me di cuenta de que había cometido dos errores:

no me había quitado la camisa ni me había ajustado los zapatos. Traté de no hundirme. Fue

eso lo primero que tuve que hacer, antes de empezar a nadar. Me quité la camisa y me la

amarré fuertemente alrededor de la cintura. Luego, me apreté los cordones de los zapatos.

Entonces sí empecé a nadar. Primero desesperadamente. Luego con más calma, sintiendo

que a cada brazada se me agotaban las fuerzas, y ahora sin ver la tierra.

No había avanzado cinco metros cuando sentí que se me reventó la cadena con la medalla

de la Virgen del Carmen. Me detuve. Alcancé a recogerla cuando empezaba a hundirme en

el agua verde y revuelta. Como no tenía tiempo de guardármela en los bolsillos la apreté

con fuerza entre los dientes y seguí nadando.

Ya me sentía sin fuerzas y, sin embargo, aún no veía la tierra. Entonces volvió a invadirme

el terror: acaso, ciertamente, la tierra había sido otra alucinación. El agua fresca me había

reconfortado y yo estaba otra vez en posesión de mis sentidos, nadando desesperadamente

hacia la playa de una alucinación. Ya había nadado mucho. Era imposible regresar en busca

de la balsa.

XII

Una resurrección en tierra extraña

Sólo después de estar nadando desesperadamente durante quince minutos empecé a ver la

tierra. Todavía estaba a más de un kilómetro. Pero no me cabía entonces la menor duda de

que era la realidad y no un espejismo. El sol doraba la copa de los cocoteros. No había

luces en la costa. No habla ningún pueblo, ninguna casa visible desde el mar. Pero era tierra

firme.

Antes de veinte minutos estaba agotado, pero me sentía seguro de llegar. Nadaba con fe,

tratando de no permitir que la emoción me hiciera perder los controles. He estado media

vida en el agua, pero nunca como esa mañana del nueve de marzo habla comprendido y

apreciado la importancia de ser buen nadador. Sintiéndome cada vez con menos fuerza,

seguí nadando hacia la costa. A medida que avanzaba vela más claramente el perfil de los

cocoteros.

El sol había salido cuando creí que podría tocar fondo. Traté de hacerlo, pero aún habla

suficiente profundidad. Evidentemente, no me encontraba frente a una playa. El agua era

honda hasta muy cerca de la orilla, de manera que tendría que seguir nadando. No sé

exactamente cuánto tiempo nadé. Sé que a medida que me acercaba a la costa el sol iba

calentando sobre mi cabeza, pero ahora no me torturaba la piel sino que me estimulaba los

músculos. En los primeros metros el agua helada me hizo pensar en los calambres. Pero el

cuerpo entró en calor rápidamente. Luego, el agua fue menos fría y yo nadaba fatigado,

como entre nubes, pero con un ánimo y una fe que prevalecían sobre mi sed y mi hambre.

Veía perfectamente la espesa vegetación a la luz del tibio sol matinal, cuando busqué fondo

por segunda vez. Allí estaba la tierra bajo mis zapatos. Es una sensación extraña esa de

pisar la tierra después de diez días a la deriva en el mar.

Sin embargo, bien pronto me di cuenta de que aún me faltaba lo peor. Estaba totalmente

agotado. No podía sostenerme en pie. La ola de resaca me empujaba con violencia hacia el

interior. Tenía apretada entre los dientes la medalla de la Virgen del Carmen. La ropa, los

zapatos de caucho, me pesaban terriblemente. Pero aun en esas tremendas circunstancias se

tiene pudor. Pensaba que dentro de breves momentos podría encontrarme con alguien. Así

que seguí luchando contra las olas de resaca, sin quitarme la ropa, que me impedía avanzar,

a pesar de que sentía que estaba desmayándome a causa del agotamiento.

El agua me llegaba más arriba de la cintura. Con un esfuerzo desesperado logré llegar hasta

cuando me llegaba a los muslos. Entonces decidí arrastrarme. Clavé en tierra los rodillas y

las palmas de las manos y me impulsé hacia adelante. Pero fue inútil. Las olas me hacían

retroceder. La arena menuda y acerada me lastimó la herida de la rodilla. En ese momento

yo sabía que estaba sangrando, pero no sentía dolor. Las yemas de mis dedos estaban en

carne viva. Aun sintiendo la dolorosa penetración de la arena entre las uñas clavé los dedos

en la tierra y traté de arrastrarme. De pronto me asaltó otra vez el terror: la tierra, los

cocoteros dorados bajo el sol, empezaron a moverse frente a mis ojos. Creí que estaba sobre

arena movediza, que me estaba tragando la tierra.

Sin embargo, aquella impresión debió de ser una ilusión ocasionada por mi agotamiento. La

idea de que estaba sobre arena movediza me infundió un ánimo desmedido -el ánimo del

terror- y dolorosamente, sin piedad y por mis manos descarnadas, seguí arrastrándome

contra las olas. Diez minutos después todos los padecimientos, el hambre y la sed de diez

días, se habían encontrado atropelladamente en mi cuerpo. Me extendí, moribundo, sobre la

tierra dura y tibia, y estuve allí sin pensar en nada, sin dar gracias a nadie, sin alegrarme

siquiera de haber alcanzado a fuerza de voluntad, de esperanza y de implacable deseo de

vivir, un pedazo de playa silenciosa y desconocida.

Las huellas del hombre

En tierra, la primera impresión que se experimenta es la del silencio. Antes de que uno se

dé cuenta de nada está sumergido en un gran silencio. Un momento después, remoto y

triste, se percibe el golpe de las olas contra la costa. Y luego, el murmullo de la brisa entre

las palmas de los cocoteros infunde la -sensación de que se está en tierra firme. Y la

sensación de que uno se ha salvado, aunque no sepa en qué lugar del mundo se encuentra.

Otra vez en posesión de mis sentidos, acostado en la playa, me puse a examinar el paraje.

Era una naturaleza brutal. Instintivamente busqué las huellas del hombre. Había una cerca

de alambre de púas como a veinte metros del lugar en que me encontraba. Había un camino

estrecho y torcido con huellas de animales. Y junto al camino habían cáscaras de cocos

despedazados. El más insignificante rastro de la presencia humana tuvo para mí en aquel

instante el significado de una revelación, Desmedidamente alegre, apoyé la mejilla contra la

arena tibia y me puse a esperar.

Esperé durante diez minutos, aproximadamente. Poco a poco iba recobrando las fuerzas.

Eran más de las seis y el sol había salido por completo. Junto al camino, entre las cáscaras

destrozadas, habla varios cocos enteros. Me arrastré hacia ellos, me recosté contra un

tronco y presioné el fruto liso e impenetrable entre mis rodillas. Como cinco días antes

había hecho con el pescado, busqué ansiosamente las partes blandas. A cada vuelta que le

daba al coco sentía batirse el agua en su interior. Aquel sonido gutural y profundo me

revolvía la sed. El estómago me dolía. la herida de la rodilla estaba sangrando. y mis dedos.

en carne viva, palpitaban con un dolor lento y profundo. Durante Mis diez días en el mar no

tuve en ningún momento la sensación de que me volvería loco. La tuve por primera vez esa

mañana, cuando daba vuelta al coco buscando un punto por donde penetrarlo, y sentía

batirse entre mis manos el agua fresca, limpia e inalcanzable.

Un coco tiene tres ojos, arriba, ordenados, en triángulo. Pero hay que pelarlo con un

machete para encontrarlos. Yo sólo disponía de mis llaves. Inútilmente insistí varias veces,

tratando de penetrar la áspera y sólida corteza con las llaves. Por fin, me declaré vencido,

arrojé el coco con rabia, oyendo rebotar el agua en su interior.

Mi última esperanza era el camino. Allí, a mi lado, las cáscaras desmigajadas me indicaban

que alguien debía venir a tumbar cocos. Los restos demostraban que alguien venía todos los

días, subía a los cocoteros y luego se dedicaba a pelar los cocos. Aquello demostraba,

además, que estaba cerca de un lugar habitado, pues nadie recorre una distancia

considerable sólo por llevar una carga de cocos.

Yo pensaba estas cosas, recostado en un tronco, cuando oí -muy distante- el ladrido de un

perro. Me puse en guardia. Alerté los sentidos. Un instante después, oí claramente el

tintineo de algo metálico que se acercaba por el camino.

Era una muchacha negra, increíblemente .delgada, joven y vestida de blanco. Llevaba en la

mano una ollita de aluminio cuya tapa, mal ajustada, sonaba a cada paso. "¿En qué país me

encuentro?", me pregunté, viendo acercarse por el camino a aquella negra con tipo de

Jamaica. Me acordé de San Andrés y Providencia. Me acordé de todas las islas de las

Antillas. Aquella mujer era mi primera oportunidad, pero también podía ser la última.

"¿Entenderá castellano?", me dije, tratando de descifrar el rostro de la muchacha que

distraídamente, todavía sin verme, arrastraba por el camino sus polvorientas pantuflas de

cuero. Estaba tan desesperado por no perder la oportunidad que tuve la absurda idea de que

si le hablaba en español no me entendería; que me dejaría allí, tirado en la orilla del

camino.

-Hello, Hello! -le dije, angustiado.

La muchacha volvió a mirarme con unos ojos enormes, blancos y espantados.

¡Help me! exclamé, convencido de que me estaba entendiendo.

Ella vaciló un momento, miró en torno suyo y se lanzó en carrera por el camino, espantada.


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